PIDEN MI CABEZA... A UN PRECIO MUY ALTO

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Eshren jadeó. Llevaba ya unas cuantas horas caminando o, mejor dicho, avanzando penosamente por aquel sendero pedregoso que le imposibilitaba cada vez más que no se le nublara la vista. Se sentía enormemente cansado, como si una pesada nube se hubiera instalado en lo alto de su cabeza y no cejase en su empeño de rociar truenos sobre él. O como si el corazón se le hubiese convertido en una piedra que tuviese que cargar de forma indefinida, sin poder soltarla en ninguna parte. Se le hacía difícil respirar; se detuvo un instante para inspirar y, a continuación, ordenó a sus piernas que se movieran. Y procedió a continuar el camino que quedaba tras él. Todo lo que hubiera dejado atrás pertenecía ahora al pasado, a donde sabía que no iba a regresar, y debía, por tanto, seguir. De nada le servía quejarse. Había sido su voluntad la que había concebido tal empresa, y ello significaba que no estaba en condiciones de alegar una réplica, de gemir y rendirse. Arrugó la frente; no, no pensaba hacerlo, y mucho menos cuando ya se encontraba tan cercano a su objetivo.

Había venido desde muy lejos, empujado por el frenesí de recuperar lo que una vez fue suyo, robado hacía relativamente poco tiempo... Había venido desde su Arvaellon natal, la tierra que lo viera nacer, cual un pródigo viajero, inspirado por el deseo de ver con sus propios ojos cómo se arrodillaba ante él y suplicaba perdón y esgrimía míseras alegaciones y excusas antes de que él le hiciera barrer el polvo. Sus labios compusieron una ligera sonrisa, tan ligera que casi daba la impresión de que se la iba a llevar el viento. Pero Eshren la mantuvo en su boca, saboreando la victoria tantas veces recreada en su vigilia; aspirando a poner los pies sobre la sombra de quien lo había humillado. Esa persona tan débil, extraña y voluble. Esa persona que lo había hecho caer por primera vez, y cuando menos se lo esperaba. Esa persona que pagaría con creces el atrevimiento de haberse metido con su dignidad. La recuperaría y se llevaría lo que sólo a él pertenecía... aunque no sin haberla pisoteado hasta que la oyese decir basta. No sin verla arrastrarse en la inmundicia de la que procedía. Una inmundicia que, sabía bien, no lo había dejado escapar a él tampoco.

Las arrugas en su frente amenazaron con alinearse en dos flancos y reagruparse a fin de no desaparecer. Su sonrisa pasó al olvido, oculta y acallada por los nuevos pensamientos que afloraban a su mente, una marea negra que tenía por nombre recuerdos. Se mordió los labios, y los recuerdos se jactaron de él como nunca antes lo hubiesen hecho, procurando asolarlo infinitamente... o al menos el tiempo suficiente como para que su cerebro se detuviese y se iniciase el proceso de oxidación. Eshren percibió claramente a sus recuerdos, aquellas imágenes teñidas de alegría y desolación a partes desiguales, escalando las montañas de su verdad, colándose por todos los huecos que había dejado al descubierto, irrumpiendo en su casa y logrando que el eje que en él todo lo regía se tambalease, cayéndose del trono. No lo entendía, ni albergaba gana alguna. No entendía cómo habían osado retornar a él después de tantos años en los que se había pasado excavando con intención de sepultarlos de una vez por todas. Desgraciadamente para él, no lo había conseguido. La victoria les cogía la mano a sus recuerdos, los cuales, cual zombis, se ordenaban nuevamente a fin de construir el ariete que hiciese derrumbarse al portón de su serenidad. Eshren se llevó una mano al pelo y se lo alborotó. Pero ya no se sentía tan a rebosar de seguridad, pues la balanza de sus emociones se hallaba desequilibrada. Y señalaba que le tocaba el turno al pasado. Eshren alzó un puño, las venas se marcaban en su alba piel. Y, silenciosos pese a que no paraban de mofarse de él, sus recuerdos se vertieron en su riego sanguíneo. Circularon a lo largo de su roja carretera hasta tomar la senda que los conduciría hacia el eje central de la estructura. Se desperdigaron semejantes a feroces depredadores en torno a la presa que han acorralado, y decidieron al unísono dar comienzo al ritual arcano que todos conocían. Y le mordieron.

Eshren se dejó arrastrar por el dolor que lo encadenaba a una pared gris y le golpeaba incansable hasta que gritó. Pero no profirió un grito de forma consciente, sino que fue su subconsciencia la encargada de atormentarlo con descargas de millones de voltios por segundo. Quedó paralizado, con los ojos en blanco, un breve instante, sin percibir absolutamente nada. De repente, escuchó un ruido en la pared de su subconsciente. Algo repiqueteaba nervioso contra el borde de aquella sábana que se le antojaba tan familiar... Era idéntica a las sábanas en las que lo abrigara su madre de niño... Era idéntico a todo lo que tanto dolor despertaba en el interior de su persona... Y optó por no expulsar a los invasores de sus murallas, optó por permitirlos anidar ahí... Y la sombra del pasado se enredó en torno a él, robándole la lucidez que lo hubo embargado. Porque a fin de cuentas ellos asimismo tenían una misión que cumplir, y ésta trataba acerca de explotar cuánta intransigencia se concentrase en él, cuán frescas tuviese aquellas visiones que continuaban asaltándolo sin remedio. El joven cerró por un segundo los ojos. En cuanto los abrió, notó la presencia del pasado. Y en un leve asentimiento, dispuso que éste lo arrebujase semejante a un grácil abrazo.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora