ORGULLO

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Culminando en un estentóreo grito que hubo de haberse oído a kilómetros de distancia por la fuerza con la que era despedido de la garganta de su usuario, blandiendo tras él la espada que centelleaba amenazadora, adornada por gotitas de sangre tanto fresca como seca, así se abalanzó sobre su atacante, un salvaje que se creía perfecto y se afanaba en subir con movimientos perfectos la escalera de mano que se hallaba pegada al barco, fundiéndose con su madera. En el aire se olisqueaban trazos de putrefacción, con lo que no era necesario siquiera avistar los desgraciados que se amontonaban en las riberas, o que eran lamidos por las aguas turbulentas. Los huesos de la persona que blandía su daga ardorosamente se impulsaron, los tendones se entrecruzaron y eso le permitió el grácil salto que fue ejecutado en menos de lo que se tarda en dar un suspiro; en todo ese momento estuvo calculando la posición mentalmente y comprobando que las cuerdas resistían su peso, en todo ese momento había reparado en la indumentaria rasposa del rival y sus rasgos bestiales, primitivos, que a ella confrontaban. No le hizo ni una pizca de gracia que osara seguir más allá. ¿Acaso no veía que ella estaba en medio, deteniendo sus pisadas? Sacudiendo la cabeza, cuyas greñas se dispersaron a los lados, cuyos mechones de un tono gris-azulado batieron en el aire, respirando ansiosa, sin quitarle ojo a la presa que procedería a cazar, analizándola, empequeñeciéndola, haciéndola parte de sus experimentos de superación, sonrió con su malvada sonrisa, los labios se desligaron y los tobillos recibieron el aporte total de sangre. Justamente lo que era requerido. <<Allá vamos. No hay dioses que salven tu miserable alma.>> Esto fue lo que pensó, y en un arranque de extrema locura, impulsada por las redes de su estrambótica forma de pensar, con el pájaro de la miseria más absoluta graznando a lo lejos, el pájaro que anunciaba con su visita que la muerte no estaba lejos, no les era ajena, que anunciaba lo que ella ya habría dicho de mil maneras posibles y en todas las situaciones que se podían imaginar... El hombre es débil, y precisa de severa atención. El hombre cree aquello que no es capaz de probar. Contrariamente a todo lo que albergara de despreciativo hacia su raza, ella iba a demostrar de un solo movimiento lo que podía realizar. Estaba henchida de orgullo. A fin de cuentas, siempre había necesitado tenerlo, que la empujara a gobernar los páramos oscuros que transitara la tragedia, en tanto que los niños la herían y los alguaciles la perseguían, la capturaban y la zarandeaban..., y la calle se llenaba de alta nieve, y ella se congelaba, toda estirada sobre sus pies descalzos... La primera vez que robó sus zapatos se sintió genial, poderosa, quería dominar el mundo entero y las tierras que hubiera todavía más lejos, quería ser rica, que la veneraran cual un dios... Pese a que no se sostenía en sus huesos, no le llegaba el pan y la gente la ignoraba, la maltrataba o le escupía... Y, languideciendo, odió todo lo conocido y amó todo lo que hubiera dentro de sí misma, antes de entender que no podría salir de eso... Un círculo asfixiante e impío. Tal cosa también era ella.

Los recuerdos se desvanecieron con la idéntica velocidad con la que hubieran acudido, dejándola chupada, como si le hubieran robado parte del aliento vital. Se estremeció, y, alerta, parapetándose en el lugar que le era correspondiente, le sonrió al salvaje. Este fue a agarrarle un pie, pero era más veloz en comparación, pues pesaba mucho menos, y lo alzó ágilmente y ofrendándole la aviesa mirada que ese hombre tal vez odiaría el resto de su existencia, si es que sobrevivía a eso, y lo empujó hacia atrás, pateándolo en el cráneo. Un aullido gutural se manifestó, y el salvaje manipuló las cuerdas, buscándola; cambiando de pie, enfebrecida, exaltada, repleta de la soberbia que tanto preciara, Kass meneó los dedos en el puño de la daga y mostró la lengua. El otro gruñó y siguió subiendo, Kass decidió actuar ya. De un brinco, presionó con ayuda de la pierna hacia abajo, otra vez en la testa. El salvaje no retrocedía, se desgañitaba, se zafó de su abrazo. Componiendo una mueca que se esfumó al encontrar la solución entre las paredes del laberinto, la contrabandista se lamió los labios y lo miró; recolocó los pies e insufló aliento a los pulmones, repitió la operación como una letanía; se balanceó en las cuerdas y cuando estuvo asegurada saltó. Lo pateó por tercera ocasión en la cabeza, su maquiavélica mente estaba concentrada en el completo desarrollo de aquel proceso, la parte que faltaba era el final. La llave maestra. <<Mi ingenioso truco>>. Moviendo las aletas de la nariz, se llevó la mano al pecho, proclamándose la mejor, y se retiró mechones de la frente y se abalanzó. Las monedas de su pantalón tintinearon. La trenza silbó, rasgando el ambiente.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora