LO QUE ME HIZO ARDER

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Fue Amra a despedirse de todos y a prometerles que regresaría a tiempo para el almuerzo, diciendo alegre, exultante, arrebatada por la realidad de ensueño que vivían:

—Voy a comprar.

Ellos asintieron, la dejaron hacer, de mutuo acuerdo, y el juego de ases y picas no se detuvo. Sólo se extrañaron al darse cuenta de que tardaba bastante más tiempo del que creyeron que se tomaría en regatear, y por este motivo, mandaron a Kass a buscarla. O fue ella sola que se levantó furiosa de que Amra los estuviera preocupando y partió en su rescate. Como sea, allá iba, correteando igual que en sus viejos tiempos por las calles sinuosas y retorcidas, emulares de patas de araña, hasta que casi se torció un tobillo y respiraba afanosa cuando dio con el escondite.

O lo que ellos pensaron, en su idiotez, que les valdría de escondite para realizar sus calamidades. Tenían a Amra cogida del cuello, y ella se debatía mucho, más de lo que se esperaron, y se sonreían en los inicios pero al dilatarse el tiempo cundió la prisa y ya se le acercaron más... traspasando los límites. Ella nunca había tratado así con hombres, y menos con los de esa calaña, ellos lo vieron y raudamente se entretuvieron en rasgarle un poco el atuendo, y en decir que les podría gustar una tipa virgen... en el instante en que Kass osó desbaratarlos. Porque ella se había apercibido de sus maniobras y tretas. Las mismas que le habían valido a lo largo de los años para achicharrar enemigos.

Se enfureció y, cabía esperar a su reacción ilógica pero para que según ella tenía todo el sentido: era Amra a la que estaban prácticamente manoseando, y ella se había jurado que aquel que le pusiera un dedo encima lo pagaría muy caro. Siempre. Y siempre cumplía sus juramentos. Así pues, se fue aproximando con pasos milimetrados, luego ágilmente, rabiando de odio, rezumaba por sus ojos grisáceos que destellaban, derramando la ira que inflamaba y quemaba sus brazos. Descubriendo la daga, la alzó en el aire y propinó unos ligeros tajos. Era terrorífica, se sentía fuerte, poderosa, imbatible. Sería su peor pesadilla, convertida en persona. Y empañada su vista, taponados sus oídos por el fragor de la sangre, no atendió a la asesina, que comenzó a forcejear más y más, disgustando a sus captores, chillando a pleno pulmón:

— ¡¡Kass!! ¡¡Ni lo intentes siquiera!! ¡¿Me oyes, idiota?! ¡¡Ve a buscar ayuda de los demás, no lo hagas sola!! ¡¡No dejaré que te exhibas al peligro por mí!!

Cual una fiera salvaje, la contrabandista derribó su argumento de una estocada, de una movida que efectuó elegante su daga, silabeando, despidiendo victoria. Pues Amra hubo de detenerse a reconsiderar que el efecto que habían tenido sus palabras se revertía, volviéndose potente hacia Kass: la impulsaba en vez de refrenarla. La impulsaba a convertir a esos tipos nauseabundos y coléricos en añicos. Ellos ya se impacientaban y se preguntaban qué narices estaba llevando a cabo... cuando no hicieron falta más que décimas de segundo y unos metros de camino polvoriento para consumar la gesta.

En un pestañeo, ellos ya habían sido quebrados y una Kass ensangrentada y triunfante tendía la mano a Amra, demasiado confusa para responderle. Se lo agradeció con un gesto muy leve, y Kass se limpió las ropas y se guardó la daga y el paño que hubo usado al quitarle los restos de sangre. Echó un vistazo a los cuerpos, la sangre que manaba de ellos, encharcándolo todo, Amra veía la sangre salpicando y comprobó al borde de la locura que estaba ensuciada tanto o en mayor medida que Kass al haberse hallado en el medio de todo aquel jaleo. No importaban, decía Kass con los ojos, ellos no reportarán nada, ¿a quién le importan unos rufianes? Su compañera se sintió culpable entonces de que hubiera hecho tal atrocidad, a pesar de que se sentía culpable la responsable era Kass, de haberlos llevado al otro mundo, de tan gentil forma. Con la mirada vidriosa, contempló los cuellos destrozados, llenos de sangre borboteando que se apelotonaba. Lo sintió por ellos. No creía que tampoco se merecieran morir cruelmente... Pero había sucedido, y nada se podía hacer para restaurar lo pasado. Miró a Kass, que divagaba, opaca. Había sonreído entonces. Eso la hacía sentirse viva. Mas la desolaba que a Amra le desagradara. Quedaban retazos de esa piel suya que la instaba a abalanzarse hacia el peligro, inexorable. Era así de antojadiza, y lo lamentaba.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora