UN EXTRAÑO CUARTETO

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Eshren fue el primero en comentar algo que contrarrestaría la alegría momentánea que poseyera a la criminal, y esto fue lo que dijo:

—No sé de qué te ríes, si eres la más fea de todos nosotros. —Pese a que se estaba carcajeando por dentro, mantuvo la compostura.

Kass no paró de reírse, al contrario, aumentó el volumen de su cascada que bajaba ensordeciéndolos, lo que lo irritó aún más si cabe. Ella era demasiado irritante, no era apta para mantener una conversación. O se burlaba de su interlocutor o le saltaba al pescuezo. Total, que terminarían pronto.

Eso es lo que cavilaba, moldeándolo en su intelecto cuando ella, pasándose una mano por la cara ya no tan pálida como antiguamente, decía:

— ¿Ah, sí? Yo creo que tú, Eshren —su sonrisa cupo del todo en su boca—, con esas arrugas, te haces todo un anciano.

—Estúpida —bufó él por toda respuesta, y se restregó las arrugas que lamentablemente se negaron a desaparecer. Suspiró; formaban parte de su persona. Tanto como la desvergonzada actitud que ella mostrara, y decidió atacarla por esa minucia, vadeando otros problemas—. Y tú, que te comportas como un niño... ¿no dices nada a eso?

Le sonrió burlonamente. Vellina y Amra carraspearon.

—Supongo que ya estoy poniendo barreras a ese comportamiento. —La joven se puso una mano en la mandíbula, aún sin descolgar la sonrisa que hirió a Eshren más que su se hubiera tratado de cien puñales incandescentes—. Mis buenas amigas lo pueden afirmar.

Se giró hacia ellas, que reaccionaron de manera distinta, según el pensamiento que les acuciara en primer lugar.

—Yo pienso... que ella lo está haciendo bien. —Vellina se atrevió a sonreírle a Kass, aunque no ignoraba que seguiría siendo indiferente a ella. Sin embargo, derribó toda su jerarquía invisible al sonreírle y prestar oídos a lo que estaba comentando, y eso la animó a seguir—. Fíjate, Eshren, cumple los mandatos de Rokk y Glaeskir y ha entrenado como nosotros. Me ha vencido, un detalle que no podré olvidar.

Enrojeció y bajó la vista a los zapatos, un mechón castaño claro cubrió su ojo izquierdo y calló.

—Estoy de acuerdo con Vellina, está progresando. Los cambios siempre han de tender al bien, a la mejora de la persona, y yo creo en Kass. Ella y yo hemos mantenido agotadores combates y me siento orgullosa de tenerla a mi lado. Como amiga. —Amra sonaba decidida, y hablaba desde el corazón. Los latidos de Kass se acrecentaron cuando esta la miró con profundo amor. La asesina agregó, en dirección al rubio criminal—: Y, para tu información, Eshren, ella lucha en mayor medida que tú. La he visto muy activa últimamente.

Él sacudió la cabeza, sin dejar que el jarro de agua fría congelara sus nervios, su rabia hacia la contrabandista, la mujer que había endeudado sus monedas, agrupándolas junto a las de muchos, cientos de otros ingenuos. No estaba dispuesto a ser uno más. No caería a tierra. Un fulgor airado brillaba en su azulado mar al mirarla a los ojos. Kass no reía.

—Vale, entiendo que se ha arriesgado como ningún otro, pero siempre poniendo en peligro su vida. —Amra enarcaba ambas cejas, no perdiéndose el hilo de su argumento. Eshren presionaba, la caja del cerebro saltaba y la templanza que reinase en Kass decidía darse el piro. No lo suficiente como para hacerla estallar en chispas ardientes, pues él no había finalizado—. No seamos ridículos, casi se parte la crisma, ¿y me vienes con el cuento de que es una heroína? ¡Venga ya! ¿Qué clase de héroe se mete en tales aprietos? Sólo el que no aprecia el hecho de estar vivo.

Escupió la última oración, bufando, vertiendo su odio hacia Kass, o los motivos que lo llevaban a odiarla. Entonces, al ver cómo Amra negaba con la cabeza, expresando su desaprobación a ese lenguaje popular, de gente que ha pasado su infancia rastreando como pordioseros y ahora en la juventud no sabe qué hacer ya con esto, con los crímenes que arrastra, que realmente no había una razón de peso para desearle tanta mala suerte. Se quedó pensativo, estupefacto, se arrepintió al saber la verdad. No la despreciaba porque lo hubiera estafado, engañado, introducido en una sarta de problemas con los que lidiaría hasta su última gota de sudor, no era detestable por haberlo obligado a vérselas con desconocidos, no lo era por tal nimiedad. Ni porque estuviera desquiciada. Solamente despertaba en él la pena. Y eso lo inducía a soltar espumarajos por la boca. Odiaba el tener que preocuparse por ella. Pero, consideró mirándola, ¿quién no se inquietaría por su estado? Era peligrosa para sí y los demás. Era humano tratar de alivianarla, por más inhumana que ella fuese.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora