EL MAR DORADO

4 0 0
                                    


Se alzaba imponente, magnífico, queriendo comunicar al mundo lo que sólo él era; negro se hundía en las profundidades de la tierra que lo hubiera visto nacer, raspaba todo a su paso, arrasaba con las primeras impresiones que se hubieran llevado las personas que lo hubieran visto, se hendía como una portentosa daga, discurriendo con su dulce canto que a tantos había engañado; el Mar Dorado era tal maravilla digna de recordar, y como tal se vería, no necesitaba nuevas palabras que confirmasen su poder. Las aguas del río se empujaban unas a otras para comparecer ante su señor, el Sangriento inclinaba la cabeza en señal de profunda adoración y el silencio se desvivía por hacerse un hueco entre los dos grandes esperpentos de la creación, las bestias más temidas por el género humano, las aguas que corrían caudalosas, donde la sangre se fundía con el oro, donde los temores humanos eran reflejados, donde la naturaleza instauraba su reino, los peces caracoleaban llenándose de alimento y el barco oscilaba, ondeando por sobre el agua con tintes oscuros. En ese día, en ese lugar, todos sabían a lo que atenerse, qué les podría suceder en caso de desobedecer a las viejas leyendas que pregonaban que los dioses habían hechizado el mar y cuanto lo rodeara, por lo que debían andarse con cuidado. Existía la creencia sabida por la mayoría que una antigua ciudad cuyos habitantes se atrevieron a no rendir culto a las divinidades, pronto hallaron su castigo, puesto que las nubes cubrieron los cielos y la tormenta fue desatada por obra divina; las estrellas desaparecieron y los rayos estallaron, matando a la gente; las playas se tiñeron de sangre y el mar devoró lo que encontró, estatuas, viviendas y más fueron taponadas y heridas por la voraz cuna de la vida... y también de la muerte. Con la tormenta arreciando, colapsada en el cielo, llevándose a los desafortunados, nadie logró sobrevivir, y sus gritos cristalizaron en el cielo que consumió la tranquilidad, mientras la ciudad era sumergida... y las aguas nunca la devolvieron. Quedaron tan sólo pequeños trozos apenas visibles que flotaban ahora en una remota parte, algo que Kass ansiaba ver. Situada en la borda, con las costillas apretujadas por la madera, el viento soplaba en sus rasgos y ella soñaba con la sola visión de esa urbe desterrada, maldita, que descansaba en los pozos marinos desde hacía siglos... Una leyenda que quería que fuera realidad, que quería contemplar ya. Aspiró el aire delicioso que le traía el reparador aroma de las gachas recién hechas, e hizo un gesto con la mano a Vellina de que le diera un plato. Esta accedió de buena gana, y no se demoró en hacerlo. Soateniendo el cuenco, saboreando la comida, distrayéndose con los rumores que escapaban de los dorados reflujos líquidos, mirando las ondas que el sol creaba en cada recoveco, se dijo que ellos habían llegado muy lejos, no cabía duda alguna, pero nada era peor que la naturaleza. Nada más letal, imprevisible. Se sonrió, la descarnada sonrisa acudió a sus facciones. Y mientras el navío se balanceaba, buscando arrullos en el mar que fluctuaba suave, avisándolos de lo que les esperaba, su travesía estaba a punto de acabarse, la punta del hilo que corre entrelazándose con la tela..., su última maniobra, que la llevaría a poner los pies en un nuevo terreno del que sólo su astucia la salvaría. Los labios se desgajaron en una mueca.

Y Kass pensaba en las cosas que le habían valido ser lo que era. Como el río Sangriento o el Mar Dorado, que se debatía zafio, que lustraba la tierra bajo él, que andaba en busca de prestigio, así era ella, así se movía por la arena, dejando signos de su demoledora pasión, un fuego que ardía incólume en el altar de su grotesca personalidad y no daba muestras de querer ser apagado. No, porque ella era una engañadora de bobos, su sonrisa escondía lo que nadie quería atestiguar: una antorcha que lo envolvía todo en su mortífero abrazo y se desplazaba seguida por su sombra, la sombra que se desperezaba tras los días extintos en que hubo hecho mal, en que hubo timado para no rezar, no intentar purgar su condena. Esa era la perversión latente en su alma, hija de la fatalidad, y ella la enseñaba sonriendo de oreja a oreja. Más no podía hacer, no estaba a su alcance arrepentirse. Sintiéndolo mucho, iba a traer más de un montón de problemas. Rabia, tristeza, miedo u odio. Era lo que estaba acostumbrada a despertar en la gente. Y esta vez no sería diferente. Lo sabía en el fondo, en su canal más estrecho, la verdad se cuajaba, se estiraba para saludarla. Arrollada por su propia conciencia, Kass dejó que el mar la arropara en silenciosos murmullos en tanto que se cortaba el camino y las nubes hacían acto de presencia, el mundo continuaba su ritmo y ella se ponía más tiesa, más inquieta, más seca.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora