NOMINACIÓN

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Estaba todo preparado, dispuesto, limpio, reluciendo como piedras preciosas, todo el atuendo de Vellina, todas las mesas y sillas en las que se sentarían los familiares de ambos jóvenes a celebrarlo, la música que sonaría dulcemente, acunándolos y apremiándolos a dar fruto a su amor, los largos platos llenos de comida que iba a ser devorada, las felicitaciones que lloverían, los abrazos gozosos pero, por sobre todo ello, las caras de felicidad de su madre y su amiga Mithria..., esa amiga que había dejado de serlo, esa madre que, aun conociendo sus verdaderos intereses, la llevaba al infierno más infernal..., y esa suegra de anchos contornos que bailaba al compás de sus abultadas caderas, le sonreía y le daba un beso con sus rojos labios... Se estremeció, contemplando las flores que servían de adorno a la guirnalda, colocada majestuosamente en el gran jardín. Se trataba de su casa, de su mundo en miniatura, donde tantas cosas y juegos hubiera compartido con su hermano, y que ahora la mordía como un perro hace a su amo, escupiéndole y gritándole que la realidad no era distinta, que debía madurar y adaptarse a las circunstancias venideras, que no serían otras sino cuidar de los vástagos que alumbrara a través de Feer. Este respiraba ruidosamente a su lado, se notaba que deseaba partir cuanto antes les fuera posible, y la joven sintió que un entramado regocijo, una satisfacción malévola, se cernía sobre su estómago, formándole un nudo que solo desapareció cuando las criadas vinieron anunciando que el carromato se aproximaba. Sarei se hizo presente sonriendo, como fuera su deber, saludó inclinando la cabeza a Feer y este la correspondió, miró a su hija y le estrujó las mejillas con la uña antes de plantarle un suave beso y decirle adiós y que los dioses fueran tras ella. Asintiendo y devolviendo la caricia que no podía ser más entrañable, y logrando impacientar si cabe más a su prometido, la muchacha giró el cuello para darse cuenta de que Thaes venía a ella y le apretaba cariñoso el hombro para besarla otra vez. Vellina se regodeó en ese instante, mirando a sus únicos parientes, sus únicos y auténticos lazos de sangre, las personas que siempre la querrían y apoyarían, mientras lágrimas confluían en sus cuencas, los brazos y las piernas temblaban y todo su corazón gemía a sabiendas de que podría extrañarlos, ya que al regresar se celebraría el festejo matrimonial que la convirtiera en esposa de por vida y eso concluía en que tardaría en reencontrarlos, quizá no los viera más. Así, gastando los pocos segundos que les quedaban en íntimo contacto y agotando la paciencia de Feer, que por naturaleza escaseaba de ella, los abrazó y se secó las lágrimas que no habían tan siquiera avanzado.

He aquí que oyeron el crujir de las ruedas por la tierra y el repiqueteo de los cascos equinos, y se volvieron a divisar el carromato que los conduciría al Reino Próspero. Las criadas se inclinaron ante Vellina, ella alzó la mano despidiéndose, y con la mirada vidriosa, caminando con el alma apenas sosteniéndola, entró en el carruaje, situándose en la ventana por la cual podrían ser vistas todas las características del próximo paisaje. Feer, gruñendo, apartó su hatillo para sentarse y la observó. Ella le correspondió.

— ¿Por qué te llevas el hatillo? —inquirió, señalándolo con un dedo.

Ella se lo acercó a las costillas al tiempo que contestaba:

—Quién sabe si no precisaré de él más tarde. ¿Y si me maquillo algo más?

Él enarcó una ceja, a juzgar por esta expresión, pensaba que ya estaba suficientemente engalanada, pues aun llevaba una brillante horquilla cuajada de perlas sujetándole los mechones que no caían así sobre la frente, pero se removió, acomodándose, y se limitó a farfullar:

—Bueno, manías de mujeres... Aunque estás elegante ya, Vellina.

Ella hizo un gesto de asentimiento, porque no tenía la intención de seguir con ese incómodo diálogo, y porque sabía que Feer no la amaba de verdad y había comentado solamente para quedarse en paz consigo mismo y su conciencia. En su ambición, ella significaba un obstáculo como otro cualquiera, o más correctamente, un medio que le valdría a fin de fortalecerse a ojos del rey Cvetto y conseguir su completa confianza. El vasallaje era eso; jurarle eterna lealtad a tu rey, ir a la batalla y morir en su nombre. No te escabullías, no te negabas a obedecerle, no le eras desleal. Si te atrevías a ello, únicamente los dioses sabían a qué te atendrías después. El carruaje despegó, los corceles relincharon y el látigo retumbó, ajeno a los pensamientos de esa muchacha con anhelos de convertirse en espadachín, ajeno a todo lo que hervía en el eje gris que cubriera el cráneo. No obstante, el ser ajeno no lo libraba de ser real, y ella estaba viviendo esa experiencia, a pesar de que no la disfrutara, estaba contemplando a su hogar desvanecerse en la lejanía y a los cúmulos nubosos arremolinarse unos encima de otros, en un cielo tan azul como el mar en que nunca se hubiera bañado.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora