PUEDO TACHARME DE DESLEAL

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Todo giraba. Todo se retenía, discurría lenta y perezosamente, ella aguantaba la respiración, asida a la cuerda que amenazaba con despegarse de sus dedos, echaba vistazos raudos a diestro y siniestro y canturreaba una cancioncilla de su infancia, de cuando tenía que sobrevivir, apostando cada aciago día. Alzó la vista al cielo brumoso, envuelto el sol por las alas de los buitres que pretendían alimento; apretando los dientes, se aferró un poco más, alargando el tiempo de espera, y de resistencia, de aquella cuerda que no se demoraría en ceder bajo la presión.

<<Tengo que intentarlo, vamos, ahora es el momento.>> Las sienes le palpitaban tanto que creyó por unos vagos segundos que iban a explotarla, miró que los nudos estaban desapretados y comprendió sin necesidad de analizar mucho que necesitaba hacerse ya, debía realizar su maniobra antes de que saliera despedida a causa de una fuerza mayor que la de su propio miedo. Se balanceó en la escalera, aguantando los pies el peso; no tenía miedo, sino preocupación, estaba deseosa de que su plan se fraguase, pero no había mucho margen. No, el tiempo le concedía lo que luego le arrebataba, burlón.

Relamiéndose los labios, Kass se fijó quietamente en los hombres que sudaban y confrontaban a los enemigos. Retrocedían sin esperanzas, eran abatidos, morían. Otros se vestían de valentía y ganaban; la mayoría lograba rellenar el espacio con sus armas en alto, clamando al grito de la guerra. Ella, como hiciera todo aquel que viniese de la miseria, sabía que no había dioses que fueran a apoyarlos. Los dioses no podían ser vistos, se hallaban tan lejos que debían de haberlos abandonado. Hacía ya tiempo. Siglos, eras... Quién lo sabía. A su parecer, confiar en uno mismo era lo más acertado, pero... había personas que no se conformaban con eso. Bueno, se dijo encogiéndose de hombros, ese no era su problema en realidad. Y, desviando los ojos hacia lo alto, sorteando los cúmulos nubosos que se teñían de gris y las aves que exigían su recompensa a la madre naturaleza, la clarividencia le indicó que los malos augurios estaban ahí, yaciendo escondidos bajo la sombra de los remordimientos, abalanzándose sobre los vivos, resucitando de entre los muertos. Sus entrañas rugieron, el hambre saltaba enfervorizada dentro de ella. Kass se agarró otra vez a la cuerda y se preparó para soportarlo, tan sólo hasta que se apareciese algún posible rival.

Las nubes dejaban paso a su señor el sol, que iluminó la cara de la contrabandista con su luz anaranjada, y le dijo que ahí venía un salvaje, enunciándose gracias a su voz chillona y que presagiaba lo malo que quisiera hacer, aunque alguien habría de impedirle consumar sus propósitos, pues cuando estaba disponiéndose a subir por la escalinata mojada en sal, así como en sangre, una silueta se configuró, estirándose, las tinieblas se resquebrajaron y la ahuecaron. El rostro del hombre se contrajo en una mueca de terror.

Kass no ignoraba que el miedo infesta el cuerpo, lo paraliza y te inutiliza por un tiempo, lo que le era preciso a fin de matarlo. Lo haría, estaba decidida. Fue a él, el silbido del viento lo puso sobre aviso, lástima que no fue lo suficiente eficaz, agudo, no prestó atención al asesino oculto, furtivo, que lo devoraba, hincando su daga en sus facciones. Cayó pesadamente hacia atrás, la sangre oscurecida manaba como un río dislocado, la criminal sonreía y sus aros rojo sangre brillaban intensamente. Desde su posición certera saltó a tierra, aterrizando bien. Ladeó la cabeza, observando al muerto. Era precioso el espectáculo de la muerte, cómo la efímera vida se le escapaba, había cierta hermosura en la desesperación que nace de la agonía. El hombre cesó de moverse. Ella sonrió más ampliamente. No había ninguna emoción en concreto en sus ojos.

Mientras era ajena de las luchas que se librasen en otra parte, con sus amigos combatiendo por la vida, en pos de que la rueda de la Fortuna girase a su favor, cosa que probablemente no haría, según el retorcido juicio de la contrabandista, talento heredado de ese perverso mundo que estaba obligada a vivir, restregaba el paño contra la daga, esta relucía impoluta, simulando que nunca hubiera sido mancillada, que la sangre no estuviese marcada en su corta trayectoria, en el preciso instante del que Kass no fue testigo en que un salvaje enarbolaba su hacha tras ella, en un traicionero gesto. Creía haberlo atrapado, ese escurridizo insecto que se hubo convertido en su objetivo, pero la criminal, obedeciendo a la adrenalina que se descargaba por sus venas, fluctuando venenosa, esquivó el golpe con endiablada rapidez. Maldiciendo a sus dioses y sus compañeros, que lo hubieran dejado por su cuenta, el salvaje quedó ante Kass, quien le asestó una patada en el vientre que sirvió de base a su mortífero plan.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora