EL FLAUTISTA

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La luz danzaba en el espacio en el interior de la taberna, haciendo que poco a poco retornase a la vida que le hubiese sido arrebatada de forma atroz. Fluyendo a través de las partículas minúsculas que rellenaban el aire, llegó hasta el techo, bajó decidida hacia el pavimento, merodeando traviesamente por sus innumerables muescas y alzándose magnífica delante de Tak, quien no conseguía despegarse la mueca de los labios. Parecía que la hubiese adoptado como un nuevo mecanismo, un mecanismo que no iba a chirriar... en mucho tiempo. Más tiempo del que él siquiera se esperaba, ni querría mantenerlo. Desafortunadamente los últimos sucesos acaecidos habían marchitado las flores de la vitalidad que antes se encontrasen en el jardín de su eje, y éste andaba desorientado y rabioso. Rabioso porque no había conseguido sonreír, lo que siempre le había suscitado alegrías en lugar de penas; esas emociones frías que no toleraba, ni toleraría nunca. Él no era apático por naturaleza, qué se le iba a hacer. Y, contra todo pronóstico, lo estaba siendo en ese momento. Suspiró y continuó ordenando los tarros con distintas especias que reposaban algo más arriba de su cabeza.

Ayudado por el trapo repasó las muescas de la barra con aire abstraído una vez más. La resignación apoyaba a la melancolía, y juntas danzaban joviales, sabiendo que lo habían conquistado. Ahora su corazón no se hallaba alegre. No se hallaba como debería, dado que algo muy acerado lo había pinchado. Tak sentía el acero gélido atravesando su carne y arribando en el puerto de sus venas; cerró los ojos. En el momento en que los volvió a abrir reparó en el detalle de que ella aún no se había presentado. No, la taberna estaba tan vacía que lo único de lo que disfrutaba era del silencio, el cual se arrodillaba ante él y le suplicaba misericordia. Pero Tak era tajante. Le molestaba el silencio, le molestaba el hecho de no tener clientes porque estaban guardando luto por un alma desgarrada, tan o más que la suya. No obstante, lo que más ofensa provocaba en él era estar languideciendo en solitario y que ella ni se dignase aparecer y explicarle porqué maldito motivo había hecho eso. Quizá no le diese muchas explicaciones, quizá no dijese nada coherente, pero al menos debía hacer acto de presencia. Nadie vendría esa mañana, lo averiguaba. Ni siquiera se personarían al ocaso, o en el crepúsculo. Tocaba lamentarse y rezar para que un acontecimiento de tal calibre pudiese ser detenido en su próxima aparición.

Tak hundió los hombros e, inconscientemente, desvió la vista hacia las escaleras. No, ella no estaba allí. Tak ya dudaba de que estuviese aun despierta. Cierto que necesitaba dormir, como todos, pero, ¿por qué no acudía? ¿Por qué? Era tan desmedida la congoja que en él latía que sintió deseos de subir a su habitáculo y despertarla, aunque se viera obligado a romper la puerta. La indignación casi llamaba a sus sentidos cuando percibió la sombra de la primera persona que viera ese día. Una figura alargada y gris se recortó contra la luminiscencia presente en la sala. Puso un pie dentro del establecimiento y se bajó la capucha. Dos ojos grises destellaron en el pálido círculo luminoso; un rostro prácticamente imberbe fue lo que destacó a ojos de Tak, para unos segundos más tarde apreciarse una enmarañada mata de cabello castaño que quedaba suspendido sobre su cabeza, como si fuese independiente de su dueño. El hombre alzó el mentón, encarándose hacia Tak. Fue entonces cuando Tak lo reconoció, y, al mismo tiempo, advirtió que no existía un ápice de vello en sus facciones.

Se recordó a sí mismo que ese hombre tenía a lo sumo dieciséis años. Bueno, si debía ser fiel a la verdad, no tenía ni idea de cuál era su edad real, pues aparentaba ésa pero quién no le decía que tal vez rondase la veintena. Le correspondió en un gesto que denotaba educación y el otro hombre se aproximó a donde él se encontraba.

— ¡Buenas, Tak! —Su voz sonaba extrañamente aguda, como si se hubiese raspado la garganta. Tak se preguntó, por primera vez desde que se hubiese topado con él, porqué la tendría así. O a lo mejor se trataba de sus adormecidos sentidos, que le estaban jugando una mala pasada—. Te veo algo triste hoy. ¿Qué hay?

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora