TRAICIONADA

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Aquella mañana en la que se despertó, meneándose nerviosa en el lecho a fin de apartar todas las sábanas que la asfixiaban e impedían que llegara hasta su destino, en tanto que el sol se colaba por las rendijas de la ventana e iluminaba la totalidad de su lujoso y calmado dormitorio, el ambiente se tornaba más espeso y todos los muebles refulgían tras ser devueltos a la vida que la noche les hubiera arrebatado, en tanto que ella farfullaba intentando desembarazarse de una vez por todas de las mantas que quedaron derrumbadas a sus pies y posaba la planta de estos en el frío suelo que le lanzó una corriente eléctrica que atravesó su espalda..., otras personas habían renacido del agotamiento y deambulaban ya por los pasillos del gran castillo que perteneciera a la casa Arvintias.

El colosal edificio albergaba más de cuarenta habitaciones que se disponían en tres plantas, bien repartidas como se veía desde las gigantescas ventanas adornadas con cortinas de seda púrpura; en la planta baja se distribuían la cocina, la sala de estar -en la que se tomaba el té y la chimenea alumbraba las tardes- y algunos baños. En la segunda planta, tras una hilera interminable de escaleras alfombradas, se encontraban los dormitorios de los señores Thaes y Vellina y el de su madre, Sarei, además de las dependencias destinadas a los criados y el baño de estos últimos paralelo a las habitaciones señoriales. Alfombras antiguas y elegantes cubrían todo el pavimento allá donde la vista alcanzara, y las velas reposaban en las mesillas que había en cada esquina y las lámparas de araña colgaban refulgiendo, con todas sus piedras preciosas apiñadas casi con desesperación, como si temieran caerse en cualquier momento. Tal era la grandiosidad que despidiera el hogar de la joven que, ya desperezada, se estiraba premurosamente y se tapaba la cara para que el sol no la molestara. Terminó abriendo la ventana para otear lo que había fuera. El viento fresco matutino le acarició la nariz, provocándole cosquillas. Sonrió y quedó un poco más observando cómo el mundo despertaba tras un largo invierno.

Oyó voces que provenían de abajo, del mundo que estaba a sus pies, y tuvo que descender la cabeza unos quince metros para distinguir a los hombres que cargaban los sacos de víveres a fin de que fueran almacenados en la despensa. Vellina apoyó la palma de la mano en la mejilla, haciendo un hueco, y bostezó. Volvió a estirarse, logrando que los omoplatos se desplazaran chirriantes, y decidió que ya era hora de salir de su cobijo. Una mueca se configuró en su antes ensoñador rostro al advertir que seguramente su madre la estaría esperando para soltarle una regañina.

Se restregó los ojos, despojándose de las legañas, y cerró cuidadosa la ventana, sin hacer ruido que alertara a los servidores despiertos que estaban paseándose por delante de su puerta. Arrastrando los pies, envuelta en su acogedor y mullido abrigo de piel blanca de armiño, salió para toparse con los numerosos criados que realizaban rápida y eficazmente las tareas en el hogar; uno limpiaba el polvo de los muebles, otro lavaba los espejos que brillaban maravillosamente, otra, una muchacha inquieta y sonriente, pasaba cepillos de cerdas lustrosas por la alfombra hasta dejarla colorida; una anciana vio a Vellina y de inmediato avisó a sus compañeros. Todos se inclinaron a su paso y preguntaron cómo había dormido, ella respondió con una perfecta sonrisa y bajó en perfecta forma el tramo de escaleras. A pesar de su apariencia, estaba muy lejos de sentirse afortunada.

<<Uff, no se han dado cuenta de mi desliz... Todos son ahora enemigos, extraños en mi propio refugio, soy la princesa prisionera en su castillo... Y yo no deseo serlo el resto de mi existencia...>> Se tropezó en el penúltimo escalón, pero pudo colocar el pie a tiempo, evitando dar de bruces contra el suelo. Suspiró aliviada y apretó el paso, apareciéndose en el umbral de la cocina. El corazón se aflojó de la cincha, empezó a recular semejando un corcel asustado, el aire quedó atrapado en la tráquea, respiraba de mala manera. Los pulmones reclamaban alimento, Vellina se presionó el pecho con ayuda de dos dedos y el aire penetró en sus vías y las recorrió, feliz, los pulmones dieron vueltas y la sangre circulaba por todo su organismo. Algo mareada, se apoyó contra la pared, buscando un asidero. Tragó saliva y sintió la garganta seca. Y he aquí que su madre, sentada en la mesa junto a Thaes, mascaba parsimoniosa. No miraba el plato ni a su hermano. Traspasaba lo que había ante ella con sus ojos extraviados. Daba la impresión de que su mente se hallara muy lejos de allí, de ese lugar que era de su propiedad, sin percatarse de nada de lo que estuviera sucediendo, ni tan siquiera de que su hija permanecía frente a ella sin atinar a qué decir.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora