VINE DE LAS SOMBRAS

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Ozraa sonreía ante las pretensiones de Kass, comunicadas por Rokk apenas unos minutos anteriores a que cundiera el pánico entre los tripulantes del magnífico Mano de Rey, un barco que se zarandeaba por los vientos fortísimos que a él lo invadían y que surcaba las aguas del Sangriento, en busca de su lugar donde hubiera venido al mundo, su nacimiento. El punto de partida, según hubo referido la contrabandista, una mujer a la que aún se odiaba, se temía, se veía desde diferentes perspectivas, se trataba de aterrizar en el foso menos profundo, el llano en que el agua se rebalsase, y atacar allí concentrando todas las fuerzas restantes. En un vistazo en torno a sí, Ozraa pudo dilucidar en un gesto preocupado que muchos de los que allí estaban no podrían encargarse sino de mantener protegidas las provisiones y su casa flotante, el refugio inexpugnable que ellos tanto apreciaban.

Rokk resopló, alegando que así era, que no se podía hacer más que escuchar a los dioses y confiar en que Kass estuviera en lo cierto.

—Creo que esa chica lleva la razón —dijo a Ozraa en murmullos que no se correspondían con la firmeza propia de su voz; se encontraba agitado—. Pero, si por casualidad llegara a estropearse todo, si el plan que hemos trazado con su ayuda fallara estrepitosamente... te juro por mi madre que le rompo el pescuezo a esa idiota.

Sus ojos se entrecerraron, el pelirrojo distinguió la ira latiendo en ellos, y se estremeció silenciosamente.

El ambiente se notaba tenso, los hombres corrían de un lado para otro sin descanso, dándose ánimos y consejos, Glaeskir gritaba que le dieran su armamento y no pocos le hacían caso; sin embargo, se respiraba tal ardor en la preparación, todos dispuestos a dar sus vidas allí, en ese escenario meticulosamente seleccionado por una persona que poseía más cerebro que ninguno de ellos, que trastabillaban, acertaban a disculparse para seguir con su carrera que los llevaba a saltar por la escalera. Rokk ya los había organizado, los supervivientes se replegaban en la tierra aguardando que él diera la señal de partida que los lanzaría a la batalla. Estaba todo el mundo muy nervioso, Glaeskir se repeinaba y evitaba mirar a los demás y Mashen cargaba los cuencos recién vaciados con gesto quejoso; asintió con la cabeza, en señal de sumisión, a las palabras del comandante, que se levantó a decirle que se quedara a bordo.

—Mashen, vigilarás esto, ¿entendido? Tú cuidarás a los heridos. —Observó atentamente a los que no tardaron en devolverle una alentadora mirada, y suspiró. Volviéndose a los que estaban en pie, esperando que les gritara, espetó—: ¡Vamos a por ellos, derrotaremos a los salvajes! ¡¡Lo vamos a hacer ya!!

—¡¡Sí, señor!! —corearon ellos, y serios como estatuas de alabastro, se precipitaron tras su sombra, una figura que saltaba por sobre la escalera.

Descendieron rápidamente, reuniéndose, armando coraje, cargando las armas que se llenarían de sangre enemiga, sintiendo el fuego en sus cuerpos y corazones, bailando con la muerte que los miraba a lo lejos. Eshren se mantenía pensando en lo que sucedería más tarde, incapaz de advertir la presencia de Rokk hasta que Amra le asestó un codazo que lo obligó a verlo, y seguirlo. Los compañeros callaron, el silencio se colaba en sus huesos, sobrepasándolos. El grupo avanzó en fila india, dejando atrás los vaivenes y crujidos del barco que les susurraba buena suerte. Pero nadie sabía, nadie predeciría, de lo que se comentaría en el palacio de las deidades que los amonestaban con su etérea venganza. Lo tomaban como un castigo, puesto que se trataba de un impedimento a sus intereses, y nadie se atrevía más que a no perder de vista al jefe que caminaba a pasos ágiles y dando zancadillas de cuando en cuando. El aire se puso pesado, asfixiante, más cercana se oía el agua murmurando hechizos oscuros. Los mercenarios se apresuraron, miles de botas sonaron al mismo tiempo, rebotando contra los cantos que se arrastraban a la orilla; el eco de su silencio bastaba para congelar la sangre en las venas, que las arterias se amedrentasen. Los rostros fruncidos en una mueca lívida, los ojos chispeantes decían que estaban listos para el ataque que se avecinaba. Ellos lo pararían todo, fuera lo que fuera. Era su cometido, lo que su jefe esperaba de ellos. No iban a defraudarlo, apretaron las armas sobre las manos perladas de frío sudor, el silencio se hizo el importante, envolviéndolos como un manto. Y entonces oyeron las voces de los salvajes, que corrían hacia ellos, impávidos.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora