IRA

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Refulgían las aguas del Sangriento de un eminentemente tono rojizo, que casi alcanzaba el color pardusco de la noche, en el momento en que se declaró que oficialmente había una guerra instaurada dentro de ese flanco. En los márgenes del río, donde el limo se depositaba y ya rebasaba la tierra, se embalsaban y medio sumergían los miles de cuerpos de desventurados que osaron pelear en una causa que muchos de ellos no comprendían. El sol se ponía en el horizonte, dejando caer sus rayos sobre los contendientes que no se daban tregua entre ellos: los mercenarios seguían asesinando e impidiendo el paso a su nave y los salvajes a su vez se ensañaban demostrando verdadera ferocidad, demostrando una fe ciega en sus dioses... la misma fe que los impulsaba a salir envalentonados hacia los mercenarios a los que asestaban frenéticos golpes y dominaban con sus prácticas arcanas, seguros de que iban a vencer. Nada más lejos estaban sin embargo de la realidad, pues los otros arremetían y mostraban los dientes, defendiendo con la propia vida todas las provisiones que cargaran; el Mano de Rey se bamboleaba titubeante, como si fuera un anciano rey que presiente las consecuencias de la rebelión y se dispone a sofocarla mandando a sus soldados. Algo similar sucedía en torno al barco que gemía en las aguas viendo morir a quienes tanto lo estimaran, no se encontraba tranquilo, los hombres machaban pertrechados y vociferaban, oyendo los aullidos de cientos de salvajes más allá de donde podían ir sus sentidos; estas voces los animaban a correr hacia ellos y darles lo que se mereciesen; diciéndoles de tan grotesca forma que no los derrotarían. Nunca. El aire se hizo más pesado, los pies resonaban sobre el pavimento, las tablas crujiendo y la guerra inscrita en la mente de todo el mundo cual lema primordial; ninguno lo desoía, los tripulantes se llenaban de sangre de hombres como ellos, la guerra no acabaría satisfactoria, eso lo sabían. Flotaba en el ambiente, graznaba, el hedor presagiaba la pálida fortuna, que no brillaría durante mucho tiempo. Por lo menos, al contemplar cómo la luna se cerraba sobre sí misma, haciéndose más pequeña, queriendo avisarles de lo que les aguardaba, entendieron que saldrían maltrechos de ésa. Vaya que si lo entendieron. A pesar de que ello no los aflojó, no los estancó en la impotencia, la necedad o la cobardía. Los remeros apretaron sus dedos perlados en sudor frío, las armas fulguraron intensamente. El sol dio su adiós a la humanidad que combatía desvergonzada persiguiendo ideales diferentes. El Sangriento gruñó y continuó fluctuando, los cuervos volaron cercando la vereda. Y el mundo supo que una vez más se desencadenaban numerosas batallas que no estaban comandadas por dioses, sino por hombres, el último escalafón de la cadena divina, sus instrumentos hechos a la condena. El único instrumento capaz de persistir en lo que se ha propuesto hacer... hasta la muerte.

Tras la agotadora noche en la que muchos entregaron sus vidas, tristemente complacientes, alegremente débiles, debido a las bajas que habían provocado en el ejército enemigo, Rokk y el resto de subordinados subieron, con la cara de auténtico cansancio y las armas a la espalda, sucios, desgreñados, sangre cubría sus manos y sus ojos rugían de odio y de dolor. El capitán, antes un hombre decidido y furibundo, que conocía los trucos para mandar él solo a un grupo de gente de toda condición, ahora no parecía sino un desesperado, famélico de alimento y de sangre, la guerra cobraba un precio elevado. De los que lo habían acompañado, únicamente regresaba un tercio. Se desperdigaron sobre la cubierta, se quejaron de las circunstancias y luego se callaron cuando el comandante alzó las manos ante ellos y Eshren, Amra, Vellina, que lo contemplaban expectantes, latiendo la curiosidad y el nudo en el estómago arracimándose ahí, haciéndoles daño, que habían logrado abrir una brecha en el corazón de su fortaleza, que los salvajes no eran tan invencibles como ya se creía y que por eso ellos habían vuelto. Su voz se fue deslustrando igual que si alguien la raspara sirviéndose de la punta de un cuchillo, pero se pudo oír:

—No os desaniméis; no ignoraba nadie que este era el precio impuesto. Alzad vuestras cabezas y uníos a mi canto; llamaremos a los dioses a que nos vitoreen y proseguiremos nuestro camino. No en vano acordamos que la travesía terminaría en el Mar Dorado. ¿Ahora hay alguien que quiera echarse atrás? -Sonó firme y peligroso, rapaz, mirándolos, a sus hombres, con sus ojos oscuros.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora