OPERANDO EN LA CLANDESTINIDAD

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Oh, cuán denigrante y oscuro había sido ese pasado en que hubo de decantarse por acelerar el curso de su existencia por métodos en absoluto fiables, cuando se arrastraba en busca de alimento por mil calles cruentas, la gente la azotaba a través de sus múltiples miradas maliciosas y las lenguas afiladas contaban líos de faldas, secretos morbosos, intenciones que nunca debieron haber sido hechas, lo que a ella avergonzaba en lo extremo, y que la llevó a eximirse de pasear por las calles de un pueblo antes querido, donde hubiera nacido y vivido junto a la familia, un universo diminuto que ahora la aborrecía y ella misma lo correspondía. No acertaba a contar cuántos insultos le habían echado, cuántos tipos de mentiras habían erigido en su maleficio y las estafas que corrían de boca de quienes la estimaran un día. Ese idílico paisaje no existía ya, las olas de la adversidad lo habían limado, raspado hasta tornarlo irreconocible, las espinas se trenzaban en torno a las carnes muertas, los ojos sacados de sus cuencas y la verdad que se recrudecía hasta ser por completo obviada... o transformada en quimera. Nadie sabía de todo aquello, nadie iba a hacer lo que se debiera... Nadie iba a denotar impresiones, las noticias no volarían. Recordaba haberlo saltado por los aires, cómo esas vidas alternantes se punzaban y rayaban en el camino de su vida, ese mapa que se detenía ahí, en el refugio clandestino que tanto amara... por las condiciones favorables en que se hallara. No le complacía más, se trataba de su casa, y si podía justificar lo que había generado, lo haría. Si podía mentir, lo haría. Constaba de eso. Las falsedades se inculcaban al igual que las verdades, no se impedía creer en algo de lo que no se tiene constancia. Ella tampoco es que creyera en que todo lo que hubiera opinado, pensado, tratado, estuviera bien. Tenía sus desperfectos, aunque no le restaba que fuera agradable. Cerró los ojos. Ellos dormitaban, le parecía perfecto. Caminaban por los pasillos de la subconsciencia, no alteraban su descanso. No se sentía así desde hacía años, siglos habían transcurrido semejando la parsimonia de la tinta que se desliza por el pergamino, armonizando con la intensidad de la áspera tortura que llevara dentro, consumiéndola, engrandeciéndose a cada paso que daba, los límites del tiempo no eran vistos, se traspasaban, no importaba lo que hubiera sucedido, se borraba, la memoria se fatigaba y no lo evocaba, apretaba los puños y espiraba fuertemente, estaba crecida, no asfixiada por las circunstancias. No habría más teatro, más lágrimas, más dolor o pesadumbre. Esperaría a que se disolvieran, eran apenas residuales. No le importaba dónde acabaran. Sus labios se movieron, una flor se abrió en un capullo y explotó en una lluvia de tóxico veneno. Y de su garganta se escapó una risa que crujió en el aire putrefacto, lleno de odio, hastío y mucha, mucha sangre, que venía a unirse con la naturaleza.

Tosió y su cabello oscuro, en una densa melena, las serpientes que sisearan a su alrededor, se removió, remoloneando, y vino a taparle los rasgos. Se los apartó de un manotazo que denotaba energía y observó una, por una, a sus lugartenientes. Se trataba ni más ni menos de gente de los bosques, hadas de cuerpo delgado y estrecho y voluptuosa nube capilar, que aguardaba impaciente a su mandato. Oriundos de los extensos bosques que circundaran los reinos de los hombres, estos seres se caracterizaban por asquear a los humanos y además de ello, llegar a matarlos en una turba asesina que acababa con el despedazamiento del rival y su posterior engullimiento, a pesar de que no fueron ellos muy dados a este ritual. Sí que habían pactado con ese rey secreto que les prometía largas alegrías y no se preocupaba de la cantidad que pidieran, él lo cumplía todo, por muy grandes que fueran las expectativas las sobrepasaba con creces. Ellos no habían presenciado nada igual en su existencia soberana, y se rindieron a lo que ella les dictaba; fueron acogidos y amparados, huyendo de sus hogares devastados, y ahí permanecían. En ese preciso momento carraspeaban algunas y cuchicheaban, su jefa se mordía los labios, no se producía movimiento alguno. Tanto silencio las agobiaba, en su algarabía no cabía tal pensamiento, tal molestia. Las flores y los pastos eran acariciados por el viento suave de la tarde, las sombras se dispersaban sobre los altos árboles, las arañas no susurraban. A las hadas esto les agradaba considerablemente; ni unas ni otras se llevaban bien, no se entendían sino era para obedecer, y por eso nunca se reunían. Las altivas y delicadas hadas consideraban a las arañas de bajo raso y nivel debido a sus voces chillonas y la manera de andar que tenían, y estas a su vez las tomaban por señoritas consentidas. Creían que su señora las mimaba en comparación con ellas, cuando en realidad era lo contrario. Pero esta confusión se originaba a partir del desconocimiento que ellas tenían de la verdad absoluta. La señora era de parcas palabras.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora