JAQUE AL REY

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La taberna El Flautista se encontraba en la esquina más alejada de una calle de mala muerte, famosa por ser el lugar de encuentro de numerosos malhechores, pillos y rufianes dondequiera que los hubiese en la vasta capital de Fraarlandia, la próspera polis de Fraavern. Cierto que allí, en tan destacable ciudad, no existía un alto porcentaje de crímenes, debido a la exhaustiva vigilancia que hacían en ella los alguaciles, y asimismo al hecho indiscutible, que corría de boca en boca de cuantos habitasen la urbe, de que el rey fraarlandés, Cvetto, había ordenado que se aumentase el reglamento a fin de evitar la proliferación de criminalidad en sus dominios, logrando así una mejor visibilidad de su reino en todos los sentidos.

Así pues, había convocado de nuevo a los poderosos señores de las casas más influyentes de su reino para discutir qué habría de acontecerles una vez que hubiesen resuelto el problema de limpiar las calles de aquellos patanes que se esforzaban en contaminarlas. Acordaron, tras un diálogo en el que la mayoría de las fuerzas presentes se mostraron a favor, y un silencio unánime, en el que cada cual, aunque dejó vagar sus pensamientos, estuvo acorde con el otro, de que debían, si deseaban ver a su querida ciudad en las manos de aquellos que la conducirían a la inmortalidad, borrar todo rastro de aquel que arrastrase un pasado oscuro a sus espaldas. Los nobles señalaron, además, que de esta forma su majestad aumentaría su influencia más allá del océano, convirtiéndose en una figura respetada y alabada en los Seis Reinos. No cabe extrañar, entonces, que Cvetto se pusiese manos a la obra de inmediato, tratándose de un asunto de legítima importancia en lo que a él respectaba.

Gracias a la rauda y eficaz intervención de los alguaciles, Fraavern recuperó su antigua calma, olvidada en días en los que la mayor parte de la población, en medio de una guerra civil que arrasaba con todo a su paso, huía a sus hogares perseguida siempre por ladrones que las desvalijaban y obligaban a hacerles caso; mientras los obedecieran, estarían salvados; en caso contrario, mucha sangre sería derramada. Sucedió así en los años que siguieron al estallido de aquel cruento conflicto que acabó con las vidas de más de tres millones de fraarlandeses, de los casi seis millones y medio que vivía en la urbe. A lo largo de los continuados y crueles asaltos de bandadas de pillos irrefrenables y expertos asesinos que con nadie tenían piedad, más que con los suyos, la gente sufrió en gran medida. La población quedó diezmada en apenas tres años y un sin número de heridas fueron marcadas en la carne del reino, ya muy débil. Entre los clanes opulentos no hubo ningún dilema, los nobles prosiguieron vistiendo con lujosos ropajes, gargantillas y collares de oro; los bailes de salón se realizaban aún en su máximo esplendor, y los afortunados no cesaron de regodearse con sus vecinos el éxito que habían logrado en la compra y venta de bienes a los mercaderes que trataban desesperadamente de subsistir. A ellos no les iba, ni les iría nunca, mal en ningún aspecto. Seguirían vanagloriándose de su suerte alrededor de mil cuerpos caídos. Pero a espaldas de los privilegiados se desarrollaba un tema que difería considerablemente, una melodía que nada tenía de soberbia: el hambre había atrapado a las clases bajas, en las cuales se producían severas muertes en un cortísimo espacio de tiempo, con lo cual a la mujer que le nacían diez hijos acababa protegiendo a tres de las garras de su peor enemigo: la muerte. Algunos comerciantes, hijos de la fortuna, habían marchado lejos, en un viaje tal vez sin retorno; otros habían preferido esperar a que, simplemente, la muerte viniese a por ellos. Los más valientes habían escapado, los más débiles perecieron en la sombra. A nadie le importaban, ni ellos ni tan siquiera los que les habían asesinado. Finalmente, luego de crudos años sucesivos en los que más gente cobró su aliento vital, llegó la ansiada esperanza para Fraarlandia.

Ahora bien, aunque en tales circunstancias se sintieran desalentados hasta que la pena trocase en alegría al constatar que los criminales habían huido llevándose consigo su estela de desolación, tardaron bastante tiempo, después de reconstruir la polis tal como los más viejos la recordasen, en darse cuenta de que en realidad éstos no habían partido de su hogar, sino que continuaban habitando en los suburbios más alejados del centro del poder, dándoles vida a las tinieblas más insondables y perpetrando planes con los que apoderarse otra vez de Fraavern. Acababan de erigir una segunda ciudad bajo las ruinas de su antigua efigie, una ciudad que latía hermana al ritmo de la otra, el nuevo reino de aquellos que traicionaron a quienes legaron en ellos su confianza. Sin embargo, ellos no eran sólo traidores, también se los tachaba de asesinos, confabuladores, locos, herejes, proscritos... En suma, se trataba de aquellas personas a las que nadie quería a su lado, personas que hubiesen vendido a su propio padre con tal de salir airosos de una situación crítica. Y sí, ellos asimismo eran hijos, sabían que había personas que cuidaron de ellos en su infancia, pero optaban por sepultar esos odiosos recuerdos en un sitio del que nunca pudiesen llegar a salir, preferían convencerse a sí mismos de que su familia no los necesitaba ni tampoco anhelaba su presencia, olvidando todo lo que alguna vez hubiesen amado... Y quizá la verdad fuese contraria a lo que ellos creían que lo era, pero no pensaban averiguarlo. Se resignaban a holgazanear, vagando con el rostro contrito por calles que no poseían un nombre, deseando ardientemente que alguien les diese la oportunidad de huir de la vida... pero no así de redimirse. Ellos no lo pedían. Ellos no pedían que el resto del mundo los aceptase. Se sentían bien cometiendo atrocidades. Al fin y al cabo, hacía mucho tiempo que habían sentido la llamada del mal. Y en lugar de obviarla, decidieron escucharla, atendieron a su llamada. Y el mal les hizo un hueco en su morada. Ellos no pedían nada a los demás, excepto que los dejasen en paz, porque era el único modo de divertirse... para ellos. Y no les importaba que el mundo lo viera mal. Lo sabían. Sabían que cualquiera que los hubiera apreciado nunca, ahora los odiaba con toda su alma. Y no estaban dispuestos a complicarse más la existencia.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora