LOS MERCENARIOS Y SU BARCO

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Ellos se encontraban ahí, en una esquina algo incógnita de la curva que bordeara el dique; lejos del puente, llegando hacia la izquierda, donde la ribera del río aparecía y éste entonaba su cántico pagano y oscuro, donde las nubes se alineaban impidiendo que el sol se hiciese presente, allí se hallaban ellos, los hombres con los que escasa gente en Darmid quería tratar. Menos lo habían deseado sus vecinos, amigos o conocidos; menos querían saber de ellos la gente de su tierra, una tierra que ellos habían abandonado para recorrer terrenos hostiles y saqueados por cien manos, territorios que sólo personas de su oficio se atrevían a hollar; reinos desterrados del pensamiento de los grandes gobernantes que torcieron el gesto cuando los vieron penetrar en su palacio, infestando con su pútrida malignidad y extrañas vestiduras la mole casta de los edificios, las salas y pasillos que habían pisado en medio de regodeos de júbilo y pesar por no poder habitarlos. Ellos habían ido a sitios a los que nadie en su sano juicio marcharía; habían navegado por los mares inexplorados y bañado sus cuerpos en aguas mágicas; habían robado el oro de los poderosos jactándose de su suerte; se habían manchado las manos de sangre al tiempo que se reían feroces; todas y cada una de estas experiencias los habían hecho evolucionar de un modo incorrecto, provocando que vieran las cosas como éstas no lo eran...

Ellos se consideraban malvados, sí, insensibles al dolor ajeno como lo sería cualquier otro asesino, debido a que hacía mucho tiempo que habían vertido sus corazones en aquella espiral cascada y punzante que no les permitía dejar de ser aquello que odiaban... Por cuanto, aunque redimieran sus pecados, los crímenes y errores de épocas ya remotas continuarían asediándolos... y sólo la madre de todas las criaturas, ese ser imparcial que viene a juzgar al mundo, podría llevarse con ella esas historias impregnadas de horror y desolación tal que ya no lograban distinguirse unas de otras... Así era lo que ellos arrastraban tras de sí, esa sombra que nunca se despegaría de sus tobillos... Por mucho que trataran de disfrazarse, por más que rezaran o realizaran actos llenos de bondad, había algo en ellos que ya era imposible de cambiar... y que no valía la pena expulsar, pues los cimientos persistían... No valía la pena hacer nada que no estuviera relacionado con lo que tuvieran por costumbre, ellos lo sabían. Eran un grupo extirpado de la sociedad, del conjunto de personas que podrían llevarles por el camino que correspondía en verdad... Lástima que ellos ya no suplicaban que fueran piadosos, ya se habían resignado a esa verdad... Preferían ahorrarles molestias a los demás. ¿Para qué preocuparse si era lo que había? Lo habían comunicado al mundo, y éste debería aceptarlo en caso de que anhelara salir sin un rasguño de aquel combate...

El sol tintineó en lo alto, despidiendo fulgores anaranjados, y uno de los numerosos hombres que estaban sentados en el barco, abrasándose mientras miraba a sus compañeros, quienes no se encontraban mucho mejor que él, alzó la vista al tiempo que un puño y dedicó una blasfemia a los dioses en voz tan alta que los otros lo escucharon. En vez de calmarlo o reprenderle por lo que estaba haciendo, se unieron a su causa, elevando sus puños sudados al firmamento ardiente. Se encontraban en aquel lugar porque uno de los suyos había partido a comprar víveres que les permitieran sobrevivir, para más tarde continuar la travesía a bordo de su navío. Éste, que contenía la considerable cantidad de noventa hombres, permanecía anclado en la linde del río, que lo mojaba dulcemente y lo hacía ondular sobre su superficie clara y límpida.

Las sombras se trazaban sobre los costados de aquella embarcación que si apenas podía sostenerse, cargando con cajas de mercancías en proa y popa y con las velas izadas y el mástil apuntando al horizonte. La tela blanca de las velas fluctuaba con el viento que la golpeteaba; el barco, que medía una anchura de ciento cincuenta metros de una punta a la otra y tenía cien metros desde la cubierta hasta donde se hallase el ancla, estaba construido mediante tosca madera fuertemente enlazada y vigas que sujetaban los costados, así como el palo mayor, cercano al trinquete, y que se encargaba de mantener la correcta posición de las velas. Bajo estos pilares se disponían las dos plantas que estructuraran aquel monstruo del mar: la primera planta pertenecía a los hombres que estaban en fila india, los cuales poseían la misión de remar para que el barco avanzara sobre las aguas. En tanto que en la segunda planta se encontrasen los camarotes, gigantescos cubículos que albergaban a más de cuarenta hombres, además de las habitaciones de invitados y las del contramaestre y el capitán, no faltaba el aseo, en el que habían más de dos tinas que se llenaban en el río. Al navío se accedía por una escalera de mano colgada de uno de los costados. Éste era el barco que colindaba en el Sangriento, mecido por él, y aquí era donde su tripulación de no muy grata bienvenida se hallaba dispersa, resoplando bajo el abrazo del astro rey, sin imaginarse ni remotamente que iban a recibir una visita inesperada... una visita que ninguno de ellos podría obviar.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora