LA CUEVA DE UNA LADRONA

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Enroscadas en las paredes de su memoria, cubiertas de miles de raíces que se entrelazaban simultánea y convulsamente, nunca permitiendo que las neuronas que se agitaran en el interior de su raciocinio vibrasen siguiendo la línea que trazara la luminiscencia que se emitiera sobre la pantalla de su retina, así se hallaban las experiencias peor nominadas de su historia, los recuerdos que odiaba pero que era incapaz, lo sabía bien, de borrar para siempre; las calles que pisara dejando tras de sí sus huellas y el reguero de sangre que las manchaba; la sombra que fuese su única compañera estirándose como una cuerda infinita por sobre los picos de las casas hasta llegar a la cúspide, revoloteando sarcástica por ella, surcando las olas de esos océanos que ella había gozado de la desgracia de ver... y que habían tratado por todos los medios de ahogarla, encharcando sus pulmones... aunque, lamentablemente para ellos, había renacido cual ave fénix de las cenizas que un día fuese, constituyendo su final... El final de quien nunca más sería. Y así había llegado una nueva era para ella y el entorno que la amparase, logrando que se diese cuenta de cuánta oscuridad rezumaba el mundo que la despreciara... Kass no frenó a la mueca repleta de secreto amargor que se vislumbró en sus rasgos nada más hacer su aparición en el hogar de Maggie. Se quedó mirándola por unos instantes. Esa pilla que le había demostrado en sencillos gestos que, tal vez, aún pudiese perdonar a los demás todos los errores de los que fueran responsables en lo que respectaba al trato con ella; otra de las pocas personas que, al parecer, había aceptado su lado más abominable y no le afectaba saberlo, no le afectaba, aparentemente, haber descubierto lo que otros habían atestiguado en las puertas de la muerte. Kass se llevó una mano al brazo que contenía el tatuaje y se lo rascó, posibilitando que su mirada vagase por las fisuras de la puerta, muros y demás estructura que formaba el hogar al que acababa de ser conducida.

Maggie la había guiado a través de canaletas que chorreaban agua putrefacta, atravesando callejuelas en las que reinaban las ratas y los mendigos que sofocaban sus lamentos, ya agonizantes en su mayoría; habían recorrido lugares de esa ciudad al tiempo tan agradable como condenada a ser resguardo de criminales hasta el fin de los tiempos, escarbando en sus entrañas con la ansia de aquel extraviado en el desierto que sufre de inanición; habían ahondado en sus secretos más redundantes y estúpidos mientras el agua de los charcos las salpicaba de viscosa suciedad, pegándose a sus talones, y los cánticos de los cuervos repiqueteaban en sus oídos, crueles. Maggie le había dejado entrar en su caverna, el sitio en que desarrollaba lo que la convertía en la mejor ladrona de cuantos se preciara en el Reino Próspero, confiándole asimismo una parte de su corazón. Kass alzó la cabeza una vez más para admirar, verdaderamente interesada, los recovecos que le conferían vitalidad a ese refugio en el cual se encontrase.

El espacio se abría en un descomunal rectángulo mordisqueado por dos lados, con la piel rugosa y marcada por las minúsculas gotas que, ayudando a su madre el agua, perfilaban desde los tiempos más remotos esa concavidad de la roca, haciendo que se redujera progresivamente. A pesar de que ahora no fuera ni la mitad de lo colosal que hubiese sido en sus inicios, Maggie podía saltar de la fortuna de la que disponía, puesto que la cueva se expandía lo suficiente como para albergar por lo menos a veinte personas, y quién sabe si no cupiesen más. Las estalactitas colgaban del techo curvilíneo mientras las gotas resbalaban de esas garras pétreas hasta configurarse en charquitos que Kass aplastó bajo su peso. Algunas estalagmitas se disponían dispersamente sobre la superficie seca de la izquierda, en tanto que a su derecha había un armario devorado por la mano del tiempo y, un poco a la derecha de éste, limitando con la muralla rocosa, un cubo entonaba su tema de solitaria felicidad. En el centro se encontraba el taller de operaciones de la pilluela: una vasta mesa de arañada madera que convergía en la pared a su izquierda y se curvaba para dejar paso a los visitantes, quienes se topaban con las sillas y la cama rellena de plumas y telas ajadas que se concentrasen al fondo de aquel habitáculo excavado por la acción ininterrumpida del agua. Sobre la mesa había artefactos a cada cual más excepcional, que despedían un aura de originalidad: grandes correas que portaban enganchados de ellas virutas de pálido hueso que relucía en la penumbra, sacos que reunían hierbas de un tono azul y verde que se hallaban esparcidas sobre la superficie, tarros rellenos de especias rojas como la sangre y conchas del río, piedrecillas y otras cosas que Kass no supo denominar. Distinguió que en la pared cercana al armario Maggie había ideado un inteligente mecanismo: con ayuda de clavos y un torniquete había golpeado el antepecho hasta resquebrajarlo, colocando así los clavos, y construyendo un perchero que sujetaba sus camisas, pantalones y demás enseres. Kass se relamió los labios; se hallaba simplemente maravillada. Nunca habría elucubrado que una niña como lo era Maggie fuese tan diestra como para llevar a cabo tal proyecto. Sumergida en la profundidad inconmensurable de sus pensamientos, apenas apreció el ruido que produjo la pilla en la estancia al entornar ligeramente la puerta, colándose por ella. Kass se giró, contemplando simpática a su nueva amiga. Ésta le correspondió y procedió a atrancar la puerta clausurándola mediante los numerosos cerrojos que poseía. Una vez hecho esto, miró a Kass, el brío de la genialidad danzando en su mirada oscura.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora