Y SUPE QUE NUESTROS DESTINOS ESTABAN ENLAZADOS

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La ciudad de Darmid se alzaba sobre un promontorio que dominaba el pequeño valle en el cual se hallaba asentada. Bueno, en realidad no se trataba de un valle, sino más bien de un extenso terreno llano en el cual confluían las vertientes de dos pequeños riachuelos que regaban el territorio mediante sus alargados brazos repletos de vida que constituían el principal fundamento de las gentes que ocuparan aquel lugar, los valientes y enérgicos señores de Darmid. El castillo de la Reina, denominada cariñosamente por sus súbditos bajo el sobrenombre de la Primorosa, debido especialmente a la calidez y la majestuosidad que irradiara, se encontraba anclado en la cima de la colina, demostrando así ser el centro de toda actividad que mereciese ser comentada y aclamada. En tanto que el pueblo, amontonado como granos de arroz sobre su superficie, o bien desperdigado despreocupada y deliberadamente, se encargaba de recibir a los transeúntes venidos de lejanas tierras con la intención de explorar ese reino o merodear por sus curiosos mercados, en el palacio real asistían a los heraldos que se plantaban allí con una delicadeza y una fastuosidad inigualables, comportando de esta forma que el reino fuese conocido como próspero tras las visitas, nada casuales, de diversos clérigos y gente de poder que deseó, al constatar cuán sustanciosa era la riqueza que descansara en los salones palaciegos y el trono de la Reina, establecerse allí sin necesidad de marchar jamás.

Así pues, no tardó en extenderse el rumor de que el Reino Próspero gozaba de una calidad excepcional en cuanto respectara a joyas, comercio, productos y terrenos llenos de viñas y otros tantos consumos que se impartían a los habitantes. Otros monarcas se presentaron a la Reina Primorosa alegando que harían alianzas con ella en caso de que se desatara un conflicto, y ella accedió de buen grado, sopesando la idea de que la longevidad de cuanto amase se vería en gran medida influenciada por el trato que mantuviera con los demás terrenos colindantes, lo que más tarde se supo. Tras estrechar lazos con los reinos de Kumrash y Fraarlandia y dar vía libre a que kumrashianos y fraarlandeses comerciaran bajo su tutela con aquellos a los que ella protegía, la Reina se halló satisfecha. Había logrado lo que otros creían imposible: una alineación de estados que posibilitaría el desarrollo del reino en los años sucesivos.

A medida que las tinieblas en Fraarlandia y Kumrash se iban sofocando, Darmid producía numerosos excedentes que vendía a los reinos situados más allá del Gran Mar, y potenciaba el cultivo de plantas curativas en los márgenes del río que les otorgaba vida, aquel en el que morían los afluentes: el poderoso Sangriento, llamado así porque, según refiriera una vieja leyenda de los tiempos en los que la urbe fue creada, los primeros expedicionarios pertenecientes a la marea de esclavos que logró evadirse de las garras de las tribus salvajes que moraban más arriba, en las montañas, decidió fundar una ciudad en sus riberas, instalando una fuerte empalizada y erigiendo una muralla que impidió durante años el paso a sus enemigos.

Pero llegó un día en que éstos cortaron el bloque, y se desparramaron en las calles, asesinando a todo aquel que vieran indefenso. Los cuerpos, tanto de salvajes como de los pobres esclavos, fueron arrojados al río, que cobró el color de la sangre que perpetuaría en sus aguas a causa de una maldición lanzada por el Padre de los Dioses, quien, al apercibirse de la matanza que estaba siendo cometida, conjuró el río con un hechizo que hizo que, fueran los que fuesen atrozmente mutilados o muertos a manos de ambos bandos y cayesen al agua, la sangre que despidiesen quedaría impresa en el líquido a fin de hacer reflexionar a los prosperianos de los tiempos venideros, haciéndoles entender que un acto de tal calibre no podía volver a fraguarse. Tal era la leyenda que los más ancianos contaban a los extranjeros, y que solía aterrorizarles, manteniéndoles alejados del río sagrado.

Igual de relevante para los prosperianos era el Templo del Agua, construido a la derecha del castillo real, y que mostraba en su perfecta composición todo el amor y culto que las gentes del reino les dedicasen a sus dioses, los cuales eran indispensables tanto en la vida cotidiana como en la guerra, cuando debían encomendarse a ellos si anhelaban retornar a sus hogares.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora