PERECIENDO

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Vellina supo de la noticia más tarde de lo que le gustaría. Se dispersaba mediante gritos desesperados que hendían el aire, clavándose en los cientos de almas arrojadas a la deriva, almas que acababan yaciendo en el limo del río que los bañaba. Almas como la suya que debían ser protegidas, y protegerse ellas mismas. Por lo que a ella respectaba, estaba dispuesta a luchar en defensa de su vida, lo más valioso de una persona, aunque no lo único con lo que venía a este mundo. Eso era la libertad, algo que apenas si se aprecia cuando se vive rodeado de bienes. Hay bienes por todas partes, apenas si entiendes que tienes libertad, el privilegio, de hacerlos de tu pertenencia, de tomarlos y disfrutar de ellos. Apenas si se había dado cuenta de la vida encerrada en su jaula de cristal. Dio otro tajo que se hincó en el vientre de un salvaje, pero este saltó, liberándose, y fue a clavarle las uñas en la cara. Ella apretó los dientes y bufó. Esquivó el ataque y se lanzó mortífera. No, ella ya entendía ese concepto. Era tan fácil... que apenas si se había percatado de que estaba en su existencia. Sin embargo, cuando hubo pasado tiempo desde que marchara, desde que abandonara a su familia, ahora, despojada de todo, con sólo una armadura y un hatillo de ropa y trabas que salvar, lo veía tan claro. Cómo había podido ser así de ciega... No lo entendía. La ceguera de la ignorancia. Era lo que explicaba el enigma, lo resolvía. El puzle quedaba disuelto.

Hendió la espada ya salpicada de sangre en el vientre del salvaje, que no hizo amago de incorporarse. Movió los brazos espasmódicamente, con la rabia burbujeando en su boca, lanzando improperios en su idioma, mientras Vellina se esforzaba en rematarlo. Le dolía la cabeza, la armadura era macilenta y entorpecía sus pasos. Kass llevaba razón, rechinó los dientes. Si tan solo le hubiera hecho caso... Había preferido atender a su orgullo. Cuán necia había sido... Pero ya no se retrocedía, no se arreglaban los errores. El futuro diría la verdad, mandaría avisos acerca de sus aciertos. De algún extraño modo, al poner los pies en ese mundo que olía a azufre y sangre y sentir que le fallaban las piernas y que se encontraba en el sitio equivocado justo cuando menos la necesitaban, la adrenalina y su dosis de locura complementaria ralentizaban toda respiración, aligeraban las piernas y henchían la musculatura. Simplemente, Vellina se sentía viva en ese instante. Bajó la vista al suelo, en donde el salvaje agonizaba soltando aún chillidos ensordecedores, y miró al cielo. Estaba rojizo, las nubes se habían ido. La armadura rechinó al menearse, avanzando a zancadas, apoyando la espada manchada en su hombro. Era irracional lo que estaba haciendo. Pero no se permitió darle vueltas a eso, su madre o su hermano no iban a reprenderla, allí solo estaban ella, el río Sangriento pleno de cadáveres que flotaban sobre él y numerosos hombres que entregaban su esperanza a una cosa: la batalla. Se sintió maldita, al igual que esa vez en que se dijo que su destino estaba escrito pero no quería atenderlo, desobedeciendo a las divinidades... que no la escuchaban ahora. Alzó la espada al cielo en señal de inusitada victoria y se restregó la cara en busca de algún rasguño que hubiese pasado desapercibido.

Resultaron ser dos, uno bajo el mentón y otro en el pómulo; por fortuna eran escasas heridas superficiales y se curarían con ayuda de un paño mojado y un bálsamo de hierbas. Movió las piernas. Era hora de seguir. Sonrió, y de pronto alguien la asaltó por detrás. Un salvaje traicionero que le clavó las uñas y la empujó hacia delante, ella se debatió, las manos estaban atrapadas por el abrazo del enemigo, que le rodeaba los hombros. Intentando zafarse mientras el otro hendía más sus garras, rodaron ambos por la tierra y Vellina pudo finalmente darse a la fuga. Se desgajaron como una naranja, quedando a pocos centímetros uno del otro. Vellina vio en sus pupilas el fulgor de la ira y se estremeció, asiendo por instinto la espada; se quedó alelada, no había más que aire. Giró el cuello en un acto casi imperceptible. Estaba a pocos metros, aun estirando el brazo no la alcanzaba. No se movió para no alertar al enemigo, mirándolo entonces. Sus dientes negros le produjeron náuseas y sus ropajes desgarrados y descoloridos la incitaron a apartar sus ojos de él. No podía, sin embargo. Estaba incapacitada a ello. Un solo movimiento, y sería despedazada. El flequillo se desunió para ocupar su puesto en la frente. Se esforzó en espirar. Hallaría una solución, estaba segura. <<Lo conseguiré>>. La armadura chirriaba a cada milímetro que despegaba las articulaciones, y el hombre se estaba desperezando. Diría que se estaba moviendo, se incorporaba... Y un súbito golpe detuvo su marcha.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora