ESPADACHINES

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La mañana amaneció con un sol radiante que no quemaba y permitía por tanto el entrenamiento que aguardaba a los jóvenes, que por vez primera se disponían a combatir no contra Glaeskir u otro de los mercenarios, sino contra sus iguales. Eran de la misma generación, como explicara Rokk con parsimonia más que evidente, y les tocaba hacer lo imposible. Aquella mañana se desperezaron de una manera distinta los cuatro: en tanto que la discreta Amra se sirvió las gachas una vez que hubo limpiado y ordenado su habitación -cuidando de que no quedaran rastros del olor a cierta persona-, y se hubo presentado ante sus superiores cambiando palabras e impresiones con ellos, Vellina no podía siquiera erguir los hombros y le pesaban las piernas del tiempo pasado en el campo de batalla, ni ordenó las sábanas y salió despeinada y con cercos oscuros bajo los somnolientos ojos castaños. Raudo, Rokk la zarandeó y envió de ayudante a Iddë y Ulf, quienes le dieron las instrucciones para izar correctamente las velas atadas al palo mayor. A punto de acabar en el agua y transcurrir el cuarto de hora que manifestó Rokk que esperaba ver aparecer a una lúcida Kass, se presentó el rubio caballero sosteniendo la cuchara con la boca y balbuceando algo que llevó a los otros a soltar carcajadas desenfrenadas. Espabilándose, comió su correspondiente ración y preguntó por Kass, y quienes prestaron oídos se encogieron de hombros. Glaeskir hizo un gesto mostrando su desaprobación y el jefe hundió los poderosos puños en la madera, de la que saltaron astillas. Turbado, el rubio se pegó a la pared con ansias de mimetizarse a fin de que no le llamara la atención por su tardanza, mas pensó que realmente Kass era la que se estaba haciendo la remolona gastando el tiempo -y la paciencia de sus contemporáneos-, durmiendo a pierna suelta. Se levantó a la hora precisa en que la brisa matinal corría por el barco y este se bamboleaba, el río rugía como casi diariamente y Glaeskir daba la buena noticia de que dejaban atrás a las oleadas de molestos mosquitos, así como explicó a los curiosísimos Eshren y Vellina, que estaban congeniando en un breve espacio de tiempo, lo que sucedía si llegaban a engullir uno solo de los peces del Sangriento.

—La leyenda relata que profanaríamos la voluntad de los muertos y los dioses nos condenarían a muerte. En mi opinión, lo que ocurriría es que podríamos morir intoxicados por el hierro que contienen estas aguas.

—O sea, básicamente otra versión de la historia —dijo Vellina.

Glaeskir asintió, Ozraa la llamó.

—He escuchado lo que les dices, ¿por qué no vienes y me cuentas algo?

—Hoy no puedo, Ozraa, lo lamento —replicó ella—, he de entrenar a los muchachos.

—Tú y tus evasivas —mordió él, con los brazos latiendo al sol—; en el fondo quieres estar conmigo.

—Seguramente, por eso te esquivo tanto. Nos peleamos desde que recuerde haberte conocido.

—Hm. —Él se llevó una mano al mentón—. Bueno, lograremos ser amigos, ¿no lo crees?

De repente batió un fuerte viento y los cabellos de la anciana, en vetas blancas, se desligaron de la trenza. Componiendo una mueca, los apiñó en la mano.

—Creo, amigo —gritó con el fin de hacerse oír por encima del bramido del viento, que hostigaba a todos— que estás tarado. No voy a hacerte caso.

—Vale, vale. —Él pareció dejar el tema. Sonriendo levemente, le preguntó—: Por cierto, Glaeskir, ¿cuándo vas a contarle a Kass el secreto?

— ¿De qué hablas, bribón? —Bufó ella, recomponiendo la trenza. Se la echó a un lado y sus ojos verdes se estrecharon—. Ah, la narración esa. Bah, es una mera leyenda. Ella quiere saberlo, pero dile de mi parte que lo averiguará ella solita. Es mayor para que tenga que decirle todas las respuestas.

Maestra de lo absurdoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora