diecisiete || sorprendida

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La persona que me estaba llamando era un amigo de mi padre; Gary Nightingale. Un hombre torpe, de unos treinta y tantos años, que trabajaba como contable en un concesionario de coches. Alto, delgaducho y, bueno, su nombre era Gary Nightingale. No se podía esperar mucho de él.

Nuestra conversación telefónica fue algo así:

—Hola, um, buenos días. ¿Es Miles?

—No, soy su hija.

—Oh, hola —se oyó un crujido—. Miles me había pedido unos papeles.

Hice una pausa.

—¿Qué papeles?

—Él, uh, se los dejó aquí la última vez que jugamos al póquer —dijo.

Fruncí el ceño.

—Vale.

—¿Podrías recogerlos?

—¿Ahora?

—Sí.

—Oh —dije—. Vale.

De modo que tuve que conducir de nuevo. El Prius no era el coche más indicado para la nieve, así que no pude evitar ponerme nerviosa. Me llevó mi tiempo llegar hasta la casa de Gary. El reloj marcó las seis cuando al fin aparqué el coche.

Se habían derretido algunos centímetros de nieve, pero todavía seguía habiendo bastante. No la suficiente como para cancelar las clases, pero la había. Si viviésemos en el sur, se hubiesen suspendido durante una semana debido a la cantidad de nieve que había caído. Ahora no estaba nevando, ni estaba previsto que lo hiciese esta noche. Hasta el momento, mañana habría instituto.

Gary respondió después de haber llamado a la puerta tres veces. Permaneció de pie con esa imagen torpe y larguirucha.

Se aclaró la garganta antes de hablar.

—Pasa —dijo, y se dio la vuelta.

La primera cosa que vi cuando entré a la casa fue un pato. Un pato grande de cerámica sentado en una mesita junto al sofá. Aunque había más. Patos en cada pared, por todas partes. Estanterías con patos de cerámica. Paredes forradas de patos. Patos jugando al golf, posando, nadando en un estanque,... pequeñas estatuillas por todos los sitios. Huchas de patos, lámparas de patos. Patos, patos, patos.

Era preocupante estar en el interior de la casa de Gary Nightingale. Al instante quise volver a la mía.

Gary se sonrojó cuando lo miré.

—Tengo una pequeña colección.

Una colección de patos de cerámica.

Me aclaré la garganta.

—Ya veo. Pero, ¿y los papeles?

—Cierto. He hecho algo de té. Te puedes sentar —dijo, y señaló hacia el sofá. Me encogí de hombros y me hundí en el polvoriento sofá. Debería de haberme traído el móvil, así al menos podría entretenerme mientras lo esperaba. Me sentía observada. Había demasiados patos en esta habitación.

Gary me trajo una taza de té y tomó asiento enfrente de mí. Tenía que admitir que estaba muy bueno, y se sentía espectacular debido al tiempo que hacía fuera. Daba pequeños y torpes sorbos, esperando a que me diese los papeles y así poder largarme. Pero no. Estuvimos sentados tomando el té durante quince minutos antes de que se levantara y se llevara mi taza vacía a la cocina.

—Aquí tienes —me dio una carpeta pequeña. Fruncí el ceño ante el tamaño, pero la cogí de todas formas.

—Gracias —murmuré y coloqué las muletas debajo de mis brazos. Gary asintió y comencé a caminar bajo la atenta mirada de todos aquellos patos, aunque no permití que se cruzasen con mis ojos.

Wicked |h.s| ESPAÑOLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora