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Manuel Enrique Araujo Monterrosa había nacido en El Salvador, hacía sesenta y seis años. Demasiado viejo para la esperanza de vida del país. Se alisó la raya de los pantalones antes de echarse hacia atrás en su cómoda silla. Observó con detenimiento y con algo de desconfianza a su colaboradora. Helen Ebbot, cuarenta y dos años más joven que él, y constató por enésima vez que sería difícil encontrar otra persona que parecía más fuera de lugar en esa prestigiosa empresa de seguridad. Se trataba de una desconfianza tan sensata como irracional.

«Que estúpido puede llegar a ser el mundo.» Pensó. Tomó un tragó de espumeante café. Amaba el café, como también amaba la tranquilidad de su oficina.

A ojos de Enrique, Helen Ebbot, era, sin ninguna duda, la investigadora más competente que había conocido en sus cuarenta años de profesión. Durante los cuatro años que ella llevaba trabajando para él no había descuidado jamás un trabajo ni entregado un solo informe mediocre.

Al principio Enrique no podía creer en la eficacia y eficiencia de Helen Ebbot, quizá por el prejuicio que nublaba su juicio o el estigma social de no poder aceptar que Ebbot siendo mujer, podía hacer mejor el trabajo que cualquier hombre capacitado en su empresa.

«Machista y sexista». Se dijo. «Es una mujer, que más puedes esperar de ella. Con unas cuantas cogidas cualquiera hombre suelta la sopa».

Aunque Helen Ebbot no era mujer más agraciada del mundo, tenía su encantó, no podía negar, pero... el aspecto que se manejaba, parecía más bien una drogadicta en planes de recuperación.

Enrique sabía de antemano que cualquier afirmación de ese tipo, estaba muy alejado de la realidad. Nadie, quien conociera a Helen Ebbot por primera vez tenía la razón al tener algún tipo de prejuicio hacía ella.

Ebbot podía ser una mujer, pero su aspecto difería mucho del concepto preconcebido de ser mujer. Los informes que Ebbot le entregaba a Enrique, eran tan pulcros y tan bien redactados como una tesis de grado doctoral. Nunca eran inferiores o deficientes Todo lo contrario: sus trabajos no tenían comparación con los del resto de colaboradores. Enrique estaba convencido que, Helen Ebbot poseía un don especial. Cualquier persona podía buscar información sobre la solvencia de alguien o realiza una petición de control en el servicio de la Oficina de Información y Respuesta, pero Ebbot le echaba imaginación y volvía con algo completamente distinto a lo esperado. Él nunca había entendido muy bien como lo hacía; a veces su capacidad para encontrar información parecía magia. Conocía los archivos burocráticos como nadie y podía dar con las personas más difíciles de encontrar. Sobre todo, tenía la capacidad de meterse en la piel de la persona que investigaba. A veces lo hacía dudar tanto que prefería no involucrase con ella, pero Ebbot era indispensable en su empresa, nadie podía reemplazarla.

Por lo tanto, no cabía duda de que tenía un don, aunque él en realidad no lo comprendiera completamente. A Enrique le constaba hacerse la ida de que su investigadora estrella fuese una chica pálida, delgada y de cabello corto de color negro azabache, casi andrógina. Lucía unos piercings en la ceja, el labio y otro en la lengua. Se reservaba para su imaginación en que otros lugares más íntimos podía tener. En el cuello llevaba tatuada una sería de números sin significado aparente. También se había hecho un reloj en el interior de la muñeca. Y en el antebrazo de su brazo izquierdo tenía tatuado la cara de un lobo. Además, al verla en camisa de tirantes, Enrique había podido apreciar que el omoplato lucía también un gran tatuaje con la figura de una flor de loto. Solía dar la impresión de que se acababa de levantar tras haber pasado una semana de orgía con una banda de heavy metal.

El hecho de que Helen Ebbot trabajara para Enrique era ya de por sí asombroso. No se trataba del tipo de mujer con el que Enrique acostumbraba a relacionarse, y mucho menos el que solía considerar para ofrecerle un empleo. Pero no cabía duda que, Ebbot era un genio en lo que hacía. Sus movimientos eran rápidos y calculados, como un cazador; cuando trabajaba en el ordenador, sus dedos volaban sobre el teclado, y estaba casi seguro que su inteligencia no solo se debía a la dedicación, Ebbot era un misterio. Un misterio tan enorme que no entendía como se había graduado del bachillerato, ni si quiera tenía título universitario.

EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora