14

407 26 7
                                    

Antes de tocar el timbre, Helen Ebbot permaneció inmóvil durante casi diez minutos en el solitario pórtico, mirando fijamente la placa metálica en la que se podía leer «Vision y Asociados». La cerradura hizo clic.

Era lunes. La segunda reunión. Estaba llena de malos presentimientos. No es que le tuviera miedo a la abogada Martínez; Helen Ebbot raramente le tenía miedo a las personas o las cosas, bueno la única excepción era Sarah Cortes, pero eso era otro tema.

El abogado Gustavo Torres, estaba hecho de una madera completamente distinta: era correcto, educado y amable. Pero lastimosamente Torres sufrió una apoplejía y, de acuerdo a petición de él, Ebbot tendría que ser mucho más amble con su hija, o al menos tratarla.

Desde el momento que los padres de Ebbot la corrieron de casa cuando tenía trece años, ella se había valido por sí misma. Jamás, ni en una sola ocasión, había contestado ni siquiera a las sencillas provocaciones de sus padres, pero, ella no cuadraba en ese mundo. Al cumplir los quince años, abandono la escuela, y se volvió un tanto asocial. La llevaron con un psicólogo quien la consideraba psíquicamente perturbada y peligros para su entorno e incluso para sí misma.

Esta última suposición se basaba más bien juicios empíricos y no en una análisis serio y meticuloso. Cualquier intento por parte de algún médico, u otra persona con autoridad en la materia, de entablar una conversación sobre sus sentimientos, su vida espiritual o su estado de salud era contestado, para su enorme frustración, con un profundo y malhumorado silencio, acompañado de intensas miradas al suelo, al techo y a las paredes. Coherente con sus actos, solía cruzarse de brazos y negarse, sistemáticamente, a participar en test psicológicos. Su completa oposición aplicaba también al ámbito escolar; las autoridades podían trasladarla a un salón y amarrarla a un pupitre, pero no podían impedir que ella hiciera oídos sordos y negase a levantar el lápiz. Abandonó el colegió sin acercarse a recoger el certificado escolar.

En resumen, Helen Ebbot era cualquier cosa menos fácil de manejar. A los dieseis años, sus padres desistieron, los centro de acogida desistieron, y la dejaron a su suerte. Por suerte, en un refugio para indigentes conoció a Gustavo Torres, quien, a pesar de no haber empezado con muy bien pie, paulatinamente fue ganándose la confianza de Helen, sino que también consiguió una tímida muestra de afecto por parte de la complicada joven.

Gustavo Torres mantuvo una seria conversación con ella en la que le explicó, sin rodeos, que, si seguía por ese camino, sin duda terminaría registrada en cárcel de mujeres. La amenaza surtió efecto y aceptó que debía volver con sus padres. Eso no significaba que la joven se portase bien. A la edad de dieciséis años, Helen Ebbot ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones, dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la influencia de narcóticos.

Por lo que respecta su currículum «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos «introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada.

Sin embargo, Gustavo Torres le llevó un rato comprender que Helen Ebbot necesitaba un tutor. Helen descubrió en él una faceta completamente desconocida. Se sentó con ella y formuló con claridad de una seria de alegaciones enérgicamente. Helen Ebbot se sintió sorprendida, escuchó con atención cada una de sus palabras.

-Será, naturalmente, en el caso de que tú deposita su confianza en mí y me acepté como tu tutor.

Se dirigió directamente a ella. Helen Ebbot se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había tenido lugar, se sentía perdida. Hasta ese momento, nadie le había pedido su opinión. Miró durante un tiempo prolongado a Gustavo Torres y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.

EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora