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Una tormenta eléctrica anunciaba el fin del invierno y el comienzo del verano. A Helene, la idea de viajar por tres horas en carro, no le causaba ninguna gracias, la solo idea le resultaba irónica. Tenía poco de lo que sentirse agradecida. Una nueva ráfaga de viento sacudió los cristales de las ventanas del tejado.

Amelia había salido a correr. Helen no tenía ni energías para respirar, pero quien entendía a Masin. Las mujeres mayores era un dolor de cabeza, Helen ya no quería ni deseaba perder el tiempo en tratar de entenderlas. Ni Amelia ni Sarah, eran capaces de entenderse a sí mismas; ya lo iba hacer Helen.

Ebbot tenía que salir, hacer el trabajo de seguridad. Necesitaban seguridad para poder dormir tranquila. También debía ir al supermercado. La supervivencia era la base de la ley natural de la vida.

Sí Helen no iba al pueblo y volvía antes de la tormenta, iba a tener que comer sopas Maggi por el resto de la semana, seguro que, con esa depresión tropical, muchos postes eléctricos y árboles se doblegarían a la tempestad. A Helen le apetecía quedarse incomunicada. Si la madre naturaleza la apartaba del mundo durante unos días, el aislamiento no habría sido por propia elección.

Lo único malo es que se quedaría con Masin. Una mala decisión al haberse involucrarse con ella. Lo bueno es que había salido a correr. Tal vez se quedará atrapada en la tormenta.

Se puso un suéter y tomó un paraguas. Cuanto antes saliera, menos posibilidades tenía de que la se viera obligada a inventar excusa. Había tomado una decisión, no quería a nadie. No hacía falta ser una superdotado para llegar a la conclusión de que los acontecimientos, de alguna forma, habían tomado el peor camino del mundo.

En algún sitio había gato encerrado y a Helen Ebbot le encantaba soltar a los gatos encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer. Nada más por el que perder tiempo o la cabeza.

Helen oyó a Amelia entrar en el recibidor y salió a su encuentro. Se quedó hecha piedra. Su rostro, manchado de sangre que había empezado a coagularse, presentaba un aspecto horrible. La parte izquierda de su camiseta blanca estaba empapada de sangre. Presionaba un trapo contra la cabeza.

-Es una herida en el cuero cabelludo que sangra, pero que no es tan grave. No pasa nada – dijo Amelia antes de que Helen le diera tiempo a abrir la boca.

Helen se volvió y fue a buscar el botiquín a la despensa. Solo contenía dos curitas, una pomada de penicilina y un rollo de cinta adhesiva quirúrgica. Amelia se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo; luego entró en el baño y se miró al espejo.

La herida de la sien era un corte de unos tres centímetros de longitud tan profundo que Amelia pudo levantar un buen trozo de carne. Seguía sangrando y necesitaba unos puntos de sutura, pero pensó que probablemente ser curaría con la cinta quirúrgica. Humedeció un trapo y se limpió la cara.

Apretó el trapo contra la sien mientras se metía bajo la ducha con los ojos cerrados. Luego golpeó con el puño los azulejos del baño con tanta fuerza que de desolló los nudillos. De pronto Helen tocó su brazo Amelia se retorció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y le lanzó una mirada con tanta rabia que ella, instintivamente, dio un paso atrás. Helen le entregó una barra de jabón y volvió a la cocina sin pronunciar palabra.

Después de ducharse, Amelia se puso tres capas de cinta quirúrgica. Entró en el dormitorio, se vistió con una camiseta y unos pantalones de tela. Estaba tan enfadado que casi temblaba.

-Quédate aquí – le gritó a Helen Ebbot.

Puso la mano en el brazo y lo mantuvo sujeta, hasta que Amelia cedió.

***

Helen Ebbot la llevó al hospital más cercano. Una hora y media en auto. Bastaron dos puntos de sutura y una buena regañada para que entendiera. Le recetaron una crema con cortisona. Tras abandonar el hospital, Amelia estuvo un largo rato dándole vueltas a si debía ir a la policía o no. De pronto se imaginó los titulares "Periodistas por difamación, tiroteado". Sacudió la cabeza.

EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora