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Helen Ebbot adjuntó otro nombre a la lista de Amelia. Lo hizo con grandes dudas y tras haber meditado el tema durante horas y horas. Había descubierto un atajo. A intervalos relativamente regulares. Se habían publicados textos sobre casos de crímenes no resueltos. Se encontró un artículo de 2005 titulado "Varios desaparecimientos o ¿asesinato? ¿anda todavía suelto el asesino?

El artículo era recopilatorio, de modo que allí figuraban los nombres y las fotografías de unas cuantas víctimas. El más antiguo de los casos recogidos era uno de los años noventa; ninguno encajaba con los de la lista que Amelia le había dado a Helen. Sin embargo, uno le llamó la atención.

En el mes de junio de 1999, una joven de originaria San José de Opico, pero que residía en Ayutuxtepeque, tenía treinta y dos años de edad, se llamada Rosa Erlinda Pineda. Viajó a San José Opico para visitar a su madre de 66 años, que vivía en un asilo de caridad. Un par de días después, un domingo por la noche, Rosa abrazó a su madre, se despidió y se marchó para tomar el bus de regresó a San Salvador y otro a Ayutuxtepeque. Nunca jamás la volvieron a encontrar.

El culpable nunca se logró identificar. Sin embargo, existía una circunstancia tan peculiar que el radar de Helen Ebbot se activó inmediatamente. Ebbot se dio cuenta de que ninguna investigación de las que había llevado a cabo con anterioridad poseía ni una mínima parte de las dimensiones que presentaba esa misión.

***

Amelia Masin abrió la puerta y la saludó con la mano. Salió y examinó la moto con verdadero asombró

-¡Vaya! Tienes una moto

-Sí... La última vez la traje, ¿no te diste cuenta?

-No

Amelia observó atentamente cuando tocó el manillar y probó el acelerador. No le gustaba que nadie toqueteara sus pertenencias. Luego se fijó en la cara de niña que puso Amelia, lo cual le pareció un rasgo reconciliador. La mayoría de personas menospreciaban a su moto ligera.

-Yo tuve una moto cuando tenía diecinueve años – comentó – Gracias por venir. Entra e instálate.

Amelia había tomado prestada una cama plegable de su madre; quien a su vez se lo había prestado a su hermana; y la había colocado en el estudio. Helen Ebbot dio una vuelta por la casa con cierta desconfianza, pero pareció relajarse al no descubrir indicios inmediatos de ninguna trampa insidiosa. Amelia le enseñó el baño.

-Si quieres, puedes darte una ducha y refrescarte un poco.

-Bueno... la haré.

-En lo que aseas, haré la cena.

Amelia preparó unas chuletas de cerdo con salsa de vino tinto. Mientras Helen se duchaba y se cambiaba, ella puso la mesa afuera, al sol de la tarde. Ebbot salió descalza, con una camisera de tirantes negra y un short, corto y desgastado. La comida olía bien y Helen se comió dos buenas raciones. Amelia fascinada, miraba de reojo el tatuaje que llevaba ella en la espalda.

-Seis más tres – Dijo Helen Ebbot -. Seis casos de tu lista y otros tres, que creo que debería haber estado allí.

-Cuéntamelo.

-Sólo llevo once días con esto y, simplemente, no me ha dado tiempo a investigarlo todo. En algunos casos, las investigaciones policiales acabaron en el archivo provisional. He ido a tres de ellos, pero aún no me dado tiempo a ver los demás. Sin embargo, las seis están identificadas. De las otras tres, se metieron en otros expedientes.

Helen Ebbot miró a Amelia antes de continuar.

-Traigo más papeles.

1999 – Rosa Erlinda (085623-3)

EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora