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Helen Ebbot se despertó con un sobresalto. No había soñado nada. Se sentía levemente mareada. La noche anterior Helen se había tomado demasiadas cervezas en la reunión que había mantenido Julia con su grupo de trabajo. Había ido a un bar con su amigo Fabio. Lo que encontró ahí la había desconcertado.

Helen había llegado al bar sobre las nueve. Se sorprendió de ver a Sarah. Pasó cerca de la mesa de Sarah cuando se dirigía hacia la barra, pensó que la notaria, pero no fue así. Sarah estaba enfrascada en una conversación y no la vio. Helen no podía relajarse, no hacía más que echar vistazos hacía Sarah. Desde la cena no habían vuelto a hablar. De eso había pasado una semana. Todo había sido tremendamente difícil para ella. Pensó en cien maneras de acercarse a ella y cientos de cosas que decirle, pero no creía que fueran a servir para nada. Sarah parecía haber tomado una decisión y era evidente que era muy obstinada.

Sarah estaba de pie al lado de la barra cuando una mujer castaña con pantalones de cuero negro y camisa de rayas azules se le acercó, la rodeó con su brazo y la besó con pasión obscena.

Helen se quedó allí paralizada, contemplando la escena entre su Sarah y la otra mujer. «¿Quién sería?», se preguntaba Helen. Sarah le había dicho que no salía con nadie. Quizás las cosas habían cambiado abruptamente. Helen se quedó estupefacta.

Helen tenía los puños apretado y el corazón le latía con fuerza. Tenía ganas de gritar, de acercarse a Sarah y reclamarla como suya. Romperla la cara a esa mujer tan osada. Al final la otra mujer se fue y, por lo menos, Sarah no se fue con ella. Quizás era solo una amiga haciendo el tonto, imaginó esperanzada. De todos modos, tenía todo el aspecto de ser algo más que eso.

Había pensado que le sentaría bien salir por la noche, pero ahora estaba destrozada y decidió marcharse. No quería irse a casa, pero no podía quedarse allí más tiempo, mirando a Sarah y más cuando tenía prohibido, implícitamente, hablar con ella o si quiera tocarla. Dio algunas vueltas en el auto hasta que encontró un bar, se tomó un café, y al cabo se fue a su casa. A celebrar con su hermana.

Helen Ebbot nunca se había considerado seriamente lesbiana. Nunca le dedicó tiempo a reflexionar si era hetero, homo o incluso, bisexual. En general, hacía caso omiso a las etiquetas; además siempre había pensado que con quién pasara la noche era asunto suyo y de nadie más.

El despertador de la mesita marcaba las nueve y media de la mañana; Helen se estaba preguntando qué era lo que había despertado cuando volvió a sonar el timbre de la puerta. Se incorporó desconcertada. Nadie llamaba jamás a esas horas de la mañana. La verdad es que tampoco solía recibir visitas a ninguna otra hora del día. Medio dormida, se envolvió en una sábana y, dando tumbos, se acercó a le entrada y abrió. Se encontró con la cara de su amigo Fabio.

-Buenos días- saludó de muy buen humor - Ya veo que anoche te lo pasaste de lo mejor.

Sin esperar la invitación, Fabio cruzó el umbral y cerró la puerta. Contempló con curiosidad el montón de ropa que había en el suelo del vestíbulo y la montaña de bolsas llana de periódicos; luego, de reojo, le echó un vistazo al dormitorio.

-Me imagina que no habías desayunado todavía, así que te he traído un pan con pavo y otro de jamón con aguacate. ¿No te gusta?

Fue a la cocina y, nada más entrar, vio la cafetera.

-¿Dónde guardas el café Leo? - gritó.

Ebbot permaneció paralizada en el vestíbulo, hasta que oyó correr el agua del chorro de la cocina. Se acercó en tres zancadas rápidas.

-¡Para! No puedes entrar aquí, así como así, como si estuviera en tu casa.

Fabio, que estaba a punto de echar el agua en la cafetera, se detuvo, giró la cabeza y miró a Leo.

EstigmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora