Con la muerte de Robert Baratheon, el trono de hierro ha caído en manos de los Lannister. Cersei pone la corona sobre su cruel hijo bastardo iniciando una rebelión conocida como la guerra de los cinco reyes. Guerra en la que Ravenna trata de mantene...
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EL FRÍO AIRE DEL INVIERNO QUE SE ACERCABA MOVÍA LAS CORTINAS DE LA HABITACIÓN DE RAVENNA. La mujer estaba de pie en el balcón, de abrazaba sollozando después de la pesadilla que tuvo. No podía borrar la imagen de la Montaña machancando el cráneo de Oberyn Martell. Se sentía culpable por haberlo guiado a su muerte.
Bastaron dos toques en su puerta para que dejara de temblar y tomara su daga de inmediato. La situación había empeorado. Su padre la presionaba para casarse con Garlan Tyrell y Cersei seguía acusándola de la muerte de su hijo.
— ¿Lord Varys? —pronunció con incredulidad después de entre abrir la puerta y ver al regordete hombre con una capa que cubría su rostro—. ¿Qué está haciendo aquí?
— Necesito hablar con usted, mi señora, es urgente. —susurró con evidente miedo en la voz.
Ravenna abrió la puerta dejándolo ingresar a la habitación, antes de cerrar miró hacia ambos extremos del pasillo corroborando que nadie estuviera espiando.
— ¿Qué es eso tan urgente que no puede esperar hasta mañana?
— Se trata de la vida de su hermano. —aquellas palabras hicieron eco en la mente de la leona. Lo había intentado todo para salvarlo, pero parecía que acudía a las personas incorrectas—. Yo puedo sacarlo de aquí. Él es un buen hombre, inocente de un crimen atroz, aún puede salvarse.
— ¿Cómo? —exigió de inmediato.
— Hay un barco que está por zarpar. Va hacia las ciudades libres, conozco a las personas que lo dirigen y he conseguido un boleto para él. —contó–. El problema es sacarlo de la celda. Yo no puedo burlar a los guardias.
— Jaime. —susurró Ravenna. Se apresuró a ponerse una capa y tomar una de las antorchas para ir hacia las mazmorras y liberar a su hermano.
— Mi señora, quizás yo también deba partir. —la detuvo antes de que abandonara la habitación. Ravenna asintió prestándole atención—. Hay algo que debe saber. —guardó silencio por unos segundos—. Su padre fue quien mandó a matar al señor del bastión de Tormentas, Lord Ayrmidon, su esposo.
Ravenna sintió una fuerte opresión en el corazón y sus ojos se empañaron. Le temblaron las rodillas. Llevaba años presionando a Bronson porque le consiguiera esa información, pero jamás cruzó por su mente esa idea.
— Lamentó no haberlo dicho antes, mis pajaritos me informaron, pero tiempos difíciles se avecinaban y no quise empeorar la situación. —se disculpó—. Él la quiere usar en sus planes, por eso la desea unir en matrimonio con Lord Tyrell, para asegurar las riquezas de esa casa. El banco de hierro atraviesa dificultades.
— Entiendo. —atinó a decir débilmente.
— Hay un viejo pergamino en las pertenencias de su Lord padre, tiene el sello del dragón, es de suma importancia que usted conozca su contenido. —dijo caminando hacia la puerta—. Estaré esperando a su hermano. No tarden.
Ravenna quiso quedarse ahí hasta pensar fríamente, pero la vida de su hermano dependía de ella. De inmediato corrió en busca de Jaime, tocó su puerta con insistencia.
— Tenemos que sacar a Tyrion de su celda lo más pronto posible. —le dijo apenas abrió la puerta. Le pareció extraño que aún conservara su armadura, era casi de madrugada.
— ¿De qué estás hablando?
— No hay tiempo para explicaciones, tenemos que sacarlo de ahí, hay un barco esperándolo.
Jaime pensó en lo descabellada que se oía la idea con la cantidad de guardias que custodiaban la ciudad, pero de alguna manera confiaba en su hermana. Ella siempre se las arreglaba para salirse con la suya, era muy inteligente, aun cuando esa noche parecía demente, tenía el cabello revuelto, su camisón desacomodado y un ligero rastro de lágrimas húmedas en las mejillas. La guió hacia dónde su hermano esperaba por su castigo, golpeó a los guardias con su mano de hierro sin que lo vieran. Ravenna fue quien forzó la cerradura de la celda, abriéndola para que Jaime pudiera sacar a Tyrion.
— Hazlo de una vez, hijo de puta. —murmuró el hombrecillo al escuchar la puerta abrirse y ver de reojo los colores del ejército Lannister en la armadura de quien parecía ser un extraño.
— ¿Qué forma es esa de hablar de nuestra madre? —se burló Jaime atrayendo la atención de Tyrion.
— Al parecer eres el Lannister más grosero que he conocido. —Ravenna se asomó por en cima del hombro de su hermano—. Andando, no tenemos mucho tiempo.
— ¿Qué creen que hacen? —Tyrion no dudo en seguirlos con ese rostro lleno de confusión y pasos torpes—. ¿Quién los ayuda?
— Varys. —susurró la rubia sin detenerse—. Aún tienes amigos.
Los estrechos pasillos eran oscuros, fríos y silenciones, sus pisadas se escuchan con fuerza y Ravenna se aferraba a la antorcha que sostenía para iluminar el camino.
— Hay una puerta cerrada al final de las escaleras. —señaló el resto del camino—. Toca dos veces y luego otras dos veces, Varys estará ahí para abrirte y sacarte de aquí. Solo hay una oportunidad, no la desperdicies.
— Aquí es donde nos despedimos, ¿cierto? —la voz de Tyrion se quebró—. Lamento haberles causado tantos problemas, ustedes han sido los únicos que se preocuparon por mí.
— Somos familia, haría hasta lo imposible por salvarlos. —bajó la mirada Ravenna y jugó con el anillo que adornaba su dedo—. Es hora de que te vayas. —no quería seguir llorando, aquello detendría a Tyrion y alguien podría descubrirlos.
— Gracias por mi vida. —musitó y ambos hermanos asintieron dejándolo solo en medio del oscuro pasillo. Dejarlo dolía, pero preferían verlo vivo y no con su cabeza en una lanza, colgando sobre los muros de Desembarco del rey.
Ravenna se recargó en una de las paredes del lugar y dejó que un suspiro abandonara sus labios, cerró con fuerza sus ojos y rezó después de mucho tiempo.
— Estará bien. —susurró Jaime, colocando su mano en el hombro de su hermana—. Es muy inteligente. Sabrá sobrevivir.
En parte lloraba por él, pero también lo hacía por su amado difunto esposo, al quien le prometió justicia por su muerte. Lo único que pudo hacer fue abrazar a su hermano y esconder su cara en su pecho, llorando desconsoladamente por el triste rumbo que habían tomado sus vidas.