Dos

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—Cuarenta minutos de demora

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—Cuarenta minutos de demora. —Finalmente, Paulo se decidió a hablar, luego de observarla cuál stalker durante un minuto que a él se le hizo eterno—. Creo que es justo, teniendo en cuenta este temporal.

—Ya veo... No para de llover, che...

Paulo se acercó y le tendió la toalla ya tibia, por todo el tiempo que había pedido obsevándola de espaldas y en puntitas de pie. Una parte de él quería colocar la toalla sobre su espalda, pero terminó por extendérsela. Alba la tomó y le sonrió en agradecimiento, acto seguido, la colocó sobre su espalda y la sostuvo por delante en un puño.

—Podés abrir si querés, hay techo, no te vas a mojar más de lo que estás.

Paulo abrió la puerta y ambos observaron el temporal como si nunca hubieran visto una tormenta de tal magnitud. Él la observó de reojo y elevó apenas una comisura de sus labios. Amaba la soledad, pero extrañamente se sentía bien en compañía a esas horas de la noche. Comenzaba a pensar que después de todo no estaba tan mal ser un poco más sociable. Paulo era una persona sociable, sí. Pero en su oficio. En la soledad de su piso, era el ser más introvertido que jamás pudieran imaginar sus vecinos del edificio. No tenía amigos, y su trabajo fomentaba la soledad. Y es que en un edificio, y más aún siendo el encargado, no podía oficiar de anfitrión en fiestas, como así tampoco meter desconocidos. Como Alba, por ejemplo. Pero ella no era una desconocida, al menos no para él.

Más allá de ser la chica de la casa de comidas de enfrente, Alba era especial. Extrañamente, sentía que la conocía de algún lado, y no podía dilucidar de dónde.

—Por mi culpa se te va a enfriar la comida. Entre la lluvia y todo el tiempo que perdiste conmigo... —soltó Alba girando su cabeza hacia él.

—Ahora la caliento en el microondas. Podemos comer mientras llega tu taxi. A menos que te estén esperando para cenar en tu casa...

—No lo creo —lo interrumpió ella—. No quiero ser una molestia, en serio. Además es tu comida, yo...

—Yo no me voy a comer todo eso —ahora quien la interrumpía era él—. Fuiste muy generosa con la porción.

—En realidad no es porción, es un mini pastel de papas, no tenía una fuente más chica que esa.

—Vamos a comer antes que venga tu taxi.

Paulo cerró la puerta de la terraza y no se atrevió a preguntar por qué no había nadie esperándola para cenar. Y mientras Alba sacaba todas las bolsas que había utilizado para resguardar la comida, Paulo trataba de adivinar su edad. A simple vista, cualquiera que la veía le daba generosamente veintiuno, pero las venas sobresalientes de sus manos, y los pequeños surcos que comenzaban a adornar su rostro, gritaban que era del club de los treintañeros, al igual que él.

De piel blanca y pálida, en perfecto contraste con su cabello negro y decolorado en las puntas casi del mismo tono grisáceo de sus ojos, Alba era un grafiti rebelde ordenando su desorden sobre la mesa del comedor para sentarse a comer. La chica se había tomado una libertad que él nunca le dio, pero que lo hizo sonreír por enésima vez ese día. Ya le estaban doliendo las comisuras de la boca, es que Paulo apenas sonreía fuera del horario laboral.

Tomó la bandeja plástica y la colocó en el microondas un minuto. En ese momento agradecía tener un cubierto de repuesto, de otro modo no hubiese podido invitarla a cenar. O, en el peor de los casos, hubiese comido su porción directo desde la bandeja, utilizando una cuchara. Y cuando el aparato anunció el fin del minuto, llegó el momento de la verdad. Iba a cenar con una completa desconocida.

Cortó el pastel de papa en dos mitades iguales, sirvió dos vasos de Coca Cola, y se sentó como si nada, casual, a pesar de que comenzó a sentirse incómodo en su propia casa. ¿De qué iban a hablar ahora?

Pero ese no era problema para Alba. La chica sabía generar conversación. Hablaron de todo un poco, chismes del barrio, actualidad, cocina, y hasta de fútbol. Paulo se sorprendió cuando ella empezó a discutir la situación de algunos equipos en la tabla de posiciones de la Superliga. Ya habían terminado su comida y se encontraban riendo a gusto cuando sonó el portero eléctrico, su taxi había llegado.

—Gracias por todo, de verdad.

—No es nada, decime cuánto te debo por el pastel de papas. —Paulo estaba sacando la billetera del bolsillo de su jogging cuando Alba apoyó su mano en el brazo de él.

—No me debés nada. Yo también comí, es cortesía de la casa. Sabe Dios cuánto me hubiese costado conseguir un taxi, y vos me abriste las puertas de tu casa. No es nada. ¿Sabés qué? Dame tu teléfono.

Paulo lo dudo un segundo. ¿Se iba a llevar su móvil? Vio la sonrisa iluminada de Alba, y sin más le extendió su teléfono.

—Cuando vuelva a pasarte lo de hoy, me mandás un mensaje y yo te aparto una porción de lo que quieras. —Alba hablaba rápido mientras se llamaba para dejar su número registrado.

—¡Genial! Gracias, Alba.

Paulo abrió la puerta del edificio, y no esperaba que Alba lo tome de los hombros y deje un beso en su mejilla. Reaccionó a tiempo para devolverle el saludo y abrirle paso para que la chica pudiera salir. Desde el hall, la observó subirse al taxi que se alejó por Rivadavia.

Esa fue la primera vez que Paulo se sintió solo.  

  

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