Cuarenta

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Al día siguiente, Paulo ya estaba recuperado físicamente, pero sus emociones eran una montaña rusa de sensaciones encontradas

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Al día siguiente, Paulo ya estaba recuperado físicamente, pero sus emociones eran una montaña rusa de sensaciones encontradas.

Las confesiones de Érica, la noche en que Alba durmió en su departamento, descubrirse enamorado de una mujer prohibida, Raúl amenazando a su familia... Era una carga emocional muy fuerte para una persona que semanas atrás era un ser introvertido y con escasa vida social. Necesitaba ponerle un freno a todo, sino iba a terminar volviéndose loco.

Como primera medida, quería comenzar a tomar las riendas de su vida en cuanto a lo que deseaba y lo que podía hacer. Aunque nunca intentó alejarse de Alba, ella lo necesitaba en su vida, y él también a ella. Solo no debía apresurar las cosas, hasta tanto no supiera las nuevas limitaciones que Raúl traería consigo de Misiones. Seguiría yendo al local de Alba, pero con la menor frecuencia posible, dejándole en claro a la muchacha que él siempre estaría disponible para ella, a pesar de bajar la frecuencia de compra de comida.

En cuanto a Érica, ya no había vuelta atrás: se había enamorado de él, y lo comprendía. Paulo más que nadie sabía en ese momento lo que era amar un imposible, el sentimiento de ahogo en el pecho al tener esa persona especial frente a tus ojos y no poder dar rienda suelta a lo que el corazón dictaba, era algo que no se lo deseaba ni a su peor enemigo. También intentaría bajar la frecuencia de los encuentros, pero sin lastimar a Érica.

Respirar. Y analizar cada paso antes de avanzar era su nuevo mantra.

Ese sábado luego de su medio día de trabajo se dedicó a descansar, y al caer el día, le acercó a Alba la caja con los utensilios recuperados de la baulera. Excusándose con que aún seguía cansado, se llevó su porción de comida al departamento y volvió a cenar solo, mirando sus resúmenes deportivos.

Y se sintió bien. Tan bien, que de a poco fue recuperando parte de su soledad.

Pasaron dos semanas en las que Paulo midió los encuentros con Érica mientras había aprendido a chatear con Alba. Cuando menos se dieron cuenta, ambos estaban en un punto en que el día del otro no empezaba hasta que alguno de los dos decía «Hola» en el chat. Las conversaciones podían ser largas o cortas, a deshoras o mientras alguno de los dos o ambos trabajaban. Pero los dos sabían que sea la hora que sea, el otro respondería instantáneamente. Y si alguno de los dos le clavaba el visto al otro, el remitente sabía que el destinatario no podía responder en ese momento, pero que horas después el mensaje iba a ser respondido.

Eran las dos de la tarde, un silencio de cementerio reinaba en el piso de Paulo. Mientras almorzaba una sopa instantánea, revisaba sus redes sociales con la nueva laptop que le había comprado a un inquilino del edificio que cambió su computadora por una más nueva. Su teléfono vibró en la mesa, y sus pulsaciones subieron al ver el mensaje de Alba en la notificación.

 Su teléfono vibró en la mesa, y sus pulsaciones subieron al ver el mensaje de Alba en la notificación

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Rápidamente, cerró la laptop y bajó al décimo piso

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Rápidamente, cerró la laptop y bajó al décimo piso. El departamento en ruinas de doña Rita lo había conseguido para su primo Luis, el Porta. Tal como le había anticipado Marcos, el Chaque, Luis había llegado a Buenos Aires el domingo siguiente a ese jueves en que Raúl avisó que se demoraría su regreso a Buenos Aires. Paulo acordó que, como pago por el alquiler, el joven haría los arreglos del inmueble sin costo alguno, de ese modo quedaría habitable para que la mujer pueda ponerlo en alquiler en el futuro. Tenía que apurarse si quería ver a su primo antes de que vuelva a trabajar a la obra, cuando bajó al décimo piso el muchacho estaba esperando el ascensor.

—Porta... Volvió Raúl y preguntó por mí.

—¿Cómo sabés? ¿La piba te dijo?

—Me acaba de escribir —respondió con seguridad mientras buscaba el mensaje para mostrarle a su primo—. Está en el local, me voy a hacer el boludo un rato en la puerta, y voy a pasar a ver qué mierda quiere.

—Tranqui, Cruza. Los pibes lo dejaron mansito.

—Vos no estuviste en la golpiza, ¿no? Si te reconoce estamos todos al horno.

—Ni ahí, guacho. Yo soy como vos, no me caben mucho los negocios de mi hermano —en referencia a Marcos, el Chaqueño—. Por eso me mandan siempre a espiar a mí... —rio mientras le daba un empujoncito a Paulo antes de abrir la puerta del ascensor—. Para eso sí soy bueno.

Bajaron en completo silencio, solo se escuchaba el ruido del ascensor pasando por los pisos. Paulo estaba tranquilo, pero de todos modos venía repasando mentalmente esa firmeza que había utilizado aquel día que discutieron en el local, que desembocó en que Raúl lo fuera a investigar a Misiones.

—Me quedo haciendo de portero un rato y cruzo como si nada. Te aviso cualquier cosa, no creo que se anime a hacerme nada. Además no puede, plena luz del día... —divagó mirando hacia el local—. Mucha gente. Es el momento.

—No te metas en quilombos, Cruza. Cualquier cosa chiflá y veo como me escapo de la obra.

Luis palmeó su espalda y se alejó rumbo a su trabajo. Y Paulo decidió no alargar más el asunto.

 Y Paulo decidió no alargar más el asunto

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