Treinta y ocho

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El pasillo era una gran T que continuaba hacia la izquierda, y a la derecha, una pequeña sala de estar agrupaba una pequeña multitud de gente

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El pasillo era una gran T que continuaba hacia la izquierda, y a la derecha, una pequeña sala de estar agrupaba una pequeña multitud de gente. Lo mejor era camuflarse entre ellos y esperarlo allí, tarde o temprano tendría que sumarse a la asamblea.

Se escabulló entre la gente, afianzó su gorra para que no la reconozcan como la extraña que era, y acomodó su cabello para cubrir sus mejillas. Vio un pequeño sillón y se sentó mirando a la pared. Cada tanto levantaba un poco la vista hacia el pasillo, pero aún no lo veía.

Si no se apresuraba en presentarse a la reunión la iban a descubrir.

—Abi... ¿Estás bien? —Paulo estaba de pie en la puerta de la cocina.

—Sí... Estoy medio dormida todavía.

Mintió. Había recordado el sueño. Claramente, eso que había soñado no era la búsqueda de su felicidad o de su libertad.

Estaba buscando a Paulo.

El sueño se hacía más vívido cuando al volver del mundo onírico, Paulo la observaba con diversión y con la misma gorra que ella utilizaba en su sueño. Si bien el sueño era en primera persona, el color gris topo, la visera arqueada y algo desmechada en las puntas, producto del desgaste del uso diario... Lo poco que había visto en el sueño desde su punto de vista al taparse la cara con la gorra, bastaba para saber que se trataba de la misma prenda.

—Abi, estás pálida... ¿Segura que te sentís bien? Puedo prepararte algo más contundente que esa manzana para desayunar. Unas tostadas con manteca...

—No, Pau. En serio —volvió a mentir—. Ahora desayuno algo en la escuela hasta que lleguen los chicos. Vamos antes de que se me haga tarde de verdad, y ahí sí no me va a quedar tiempo para desayunar.

Sin perder tiempo, y tratando de hacer el menor ruido posible para que ningún inquilino los escuche, cruzaron hasta el estacionamiento en busca de la moto de Paulo. Quince minutos después, se despedían hasta nuevo aviso en la puerta del colegio.

—Bueno... Hoy me toca hacer el papel de gigoló —bromeó Paulo—. Así que apenas pueda te escribo para saber cómo estás. Pero si necesitás algo me llamás, ¿sí? Esa va a ser nuestra señal.

—Tranquilo, si necesito algo también los tengo a Guido y a Cris. Ya bastante hiciste por mí. —Alba iba a colocarle el casco a Paulo, pero se detuvo al ver que tenía puesta su gorra. La gorra del sueño.

—¿Qué? ¿Qué tengo? —inquirió Paulo al verla sostener el casco sobre su cabeza.

—La gorra... Medio difícil ponerte el casco con la gorra puesta.

Paulo se la quitó y se la colocó a Alba. —Listo. Me la das la próxima vez que nos veamos. Es mi garantía.

Alba se abrazó a Paulo, y él no pudo más que recibirla, estando él montado en su moto y ella de pie en la acera, estaban casi a la misma altura. Al separarse, sus rostros quedaron a escasos centímetros, el paseo entre sus ojos y sus bocas fue inevitable para los dos. Alba mordía su labio intentando ocultar una sonrisa, mientras él la observaba embelesado. Enamorado. Acomodó un mechón de cabello que la gorra dejó sobre su mejilla, mientras dejaba una leve caricia de camino. Su fuerza de voluntad se mellaba con más intensidad cada vez que la tenía a centímetros, debía ser fuerte y resistir a la tentación de cagarse en todo y en todos.

—Se te va a hacer tarde, Abi. Y necesitás desayunar. ¿Hablamos después?

Alba asintió con la cabeza. —Te quiero, Pau.

—Yo también, corazón.

El último abrazo y beso, y Alba se internó en la escuela, no sin antes voltear para volver a saludarlo con la mano en alto. Paulo arrancó porque sino se quedaría allí para verla salir al final de la jornada escolar. Cuanto antes terminara su rutina laboral, más tiempo podría descansar hasta que Érica lo llame para el encuentro que le había prometido.

Y fue a media mañana cuando suspiró aliviado porque algo podría dormir, pero recién en la noche.

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Cerró el chat y apuró sus tareas para poder esculcar en la baulera de Érica por artilugios antiguos de cocina que pudieran servirle a Alba

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Cerró el chat y apuró sus tareas para poder esculcar en la baulera de Érica por artilugios antiguos de cocina que pudieran servirle a Alba. Había consultado con Rita el destino de esas cosas, y tal como lo predijo, era la basura o donarlos al Ejército de Salvación, y tenía permiso de quedarse con lo que le sirviera.

Apresuró sus tareas con más ilusión de ir al sótano a separar las cosas que había elegido Alba, que de pasar toda la tarde enredado con Érica en su cama.

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