Cuarenta y nueve

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Si los domingos comunes son de nostalgia, ese último domingo en Balvanera era deprimente

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Si los domingos comunes son de nostalgia, ese último domingo en Balvanera era deprimente.

Paulo abrió los ojos antes de que suene la alarma. Se quedó contemplando esas manchas de humedad en el techo, que estaba seguro que extrañaría en su nueva residencia. Un techo blanco y reluciente no le daría la posibilidad de buscar nuevas formas en las manchas, como si fueran nubes rebeldes, pero en la comodidad de su cama. Acarició el colchón desnudo por última vez, con sus palmas abiertas sentía las imperfecciones de la costura. Eso era algo que no echaría de menos, nada más rico que un colchón a estrenar.

Se levantó decidido a darle prisa al asunto, los últimos cinco días con Alba no los disfrutó como esperaba. La tensión entre ambos era palpable en el ambiente, con miradas y silencios incómodos como gritos de reproche, se maldijeron secretamente por separarse. Tuvieron cinco días para confesarse, y los desperdiciaron hundiéndose en la resignación. Tuvieron cinco noches de insomnio, y las desperdiciaron en incertidumbres.

Cinco soles y cinco lunas. Las cinco lunas del sueño de Alba.

Pero no solo Paulo se rehusaba a salir de la cama. A un par de cuadras, Alba también miraba el techo de su habitación. Solo que ella buscaba formas entre la pintura descascarada alrededor del ventilador de techo. Una fina línea de lágrimas penetraba lentamente en su almohada mientras buscaba fuerza de voluntad para levantarse, había llegado el día. Esa cuenta regresiva que habían hecho sus esperanzas, aguardando a que Paulo desista y le confesara todo lo que sentía, había llegado a cero. Y no lo culpaba, ella lo había empujado a esa situación.

También se levantó de un salto, lo mejor era afrontar lo que se avecinaba para ellos dos a futuro. Se duchó y se colocó ropa cómoda, una musculosa deportiva gris, un jardinero de jean corto hasta la mitad del muslo que ya no usaba porque le quedaba algo grande, y unas zapatillas cómodas. Había prometido ayudar a Paulo con la mudanza como la amiga que era, y eso era lo que iba a hacer. Ni siquiera se maquilló, apenas se cepilló el cabello que recogió en una cola alta, se cruzó su riñonera en el pecho y se dispuso a salir. Pero cuando había dado la última vuelta de llave a la puerta, recordó que había olvidado lo más importante.

Buscó al fondo de su armario, y la divisó tirada entre el montículo de ropa que desempacó la tarde que Paulo le confirmó su partida. Su gorra, aquella que le había dado a modo de garantía un mediodía. La observó como si nunca hubiera visto una en su vida, pasó su dedo índice sobre las partes gastadas, y cuando la llevó a sus labios para besarla, pudo sentir el perfume de Paulo. Y no pudo contener el llanto, lloró por última vez con congoja, hundiendo la prenda en su pecho mientras sacaba todo su dolor en forma de sollozos.

Y en ese momento supo que no podía seguir así. Ni siquiera se habían despedido y ya estaba rota de dolor.

Limpió el residuo de lágrimas con sus palmas, inhaló y exhaló pesadamente por la nariz, y cuando estuvo más calmada, se calzó la gorra y acomodó la cola de cabello en ella. Se dirigió al departamento de Paulo con pasos cortos pero veloces, mientras trataba de ver el vaso lleno. Quizás si se alejaba de ella juntaría valor para ofrecerle una vida junto a él, no todo estaba perdido, tan solo se mudaría a otro barrio. Y siendo aún más positiva, comenzó a pensar en las líneas de colectivo que pudieran dejarla cerca del cementerio de Flores. Sonrió cuando pasó junto a ella y a toda velocidad un 132, ahí comprendió que no era tan terrible estar separados algunos kilómetros.

Ya de mejor humor, se detuvo en la cafetería de la esquina del edificio, y compró dos cafés para llevar, junto con un par de donas. Tomó aire nuevamente, y tocó por última vez el timbre de la portería, al menos para llamar a Paulo, la próxima vez que lo hiciera sería para buscar a Luis por cualquier motivo.

Paulo se asustó al escuchar el timbre, ensimismado en la nostalgia de la mudanza, había perdido la noción del tiempo observando el departamento a detalle por última vez. Consultó la hora en el celular, supo quién llamaba a su puerta sin siquiera levantar el portero eléctrico. Bajó con prisa, nunca la hizo esperar, y no era ni el día ni el momento para demorarse.

—Hola. —Alba lo saludó con una sonrisa mientas levantaba levemente los vasos de café—. Supuse que no te hiciste desayuno porque habrás embalado todo, así que yo invito. Como despedida de Once.

—Ni siquiera dormí en una cama con sábanas... —Paulo agarró los dos vasos de café y la bolsa con las donas, dejó todo en el suelo, y abrazó a Alba como nunca antes lo había hecho—. Te voy a extrañar, pendeja.

—¿Creés que yo no? —cuestionó ahogando una risa y algunas lágrimas—. Ya te estoy extrañando y ni siquiera te fuiste. Pero no te vas a librar tan fácil de mí, eh —afirmó mientras se desprendía del abrazo—. Ya vi cómo ir para allá...

—El 132 —dijeron al mismo tiempo—. O vengo a buscarte en la moto, de eso no te preocupes —completó él.

Ninguno de los dos sabía cómo comportarse en ese momento, a pesar de la situación, los sentimientos reprimidos, se observaban de reojo y sonreían sin saberlo. Como dos adolescentes que descubrían el primer amor. Fue Luis quien cortó el mágico momento que los envolvía.

—¡Jefa! ¡Buenos días! —Luis se acercó a saludar a Alba con un beso.

—Ya te dije que no me digas jefa, soy Abi. ¡Ay! No te compré café, me olvidé completamente... —se lamentó llevándose una mano a la frente.

—Es un chiste... Y no te preocupes, yo ya desayuné un termo de mate. Si como algo ahora, me voy a vomitar encima cuando empecemos a cargar las cosas al flete.

Todos rieron por el chiste de Luis, y entraron al departamento más relajados. A ninguno le hacía gracia la situación, pero ya no había vuelta atrás. Las risas cedieron para Alba al ingresar al departamento y ver las cajas desparramadas por el suelo del living, pero volvió a respirar profundo, no era propicio llorar delante de Paulo.

A las once de la mañana, el flete llamó al timbre, y los tres coparon los dos ascensores del edificio bajando las cajas. Paulo había pedido mediante Rita a todos los habitantes del consorcio que por favor no acudieran a despedirlo ese día, muy en el fondo sabía que si lo hacían se quebraría, lo que menos necesitaba ese día era echar atrás su decisión.

Sin embargo, los privilegiados con balcón a la calle se asomaron a verlo partir. Bastó que Paulo levantara la cabeza para ver varias manos despidiéndolo con calidez, y hasta alguna que otra señora de avanzada edad llevarse un pañuelo de papel a los lagrimales. Decidió canalizar las energías en el pasamanos de cajas que habían armado junto con el fletero, y cuando estuvo la camioneta llena, era hora de decir adiós al viejo consorcio de Balvanera.

—¿Listo para empezar una nueva vida? —Alba lo animó mientras se subía tras él en la moto, Luis los seguiría en caravana con la suya.

—No —respondió con seriedad mientras arrancaba la moto—. Pero se me va a pasar, solo es miedo al cambio.

Paulo levantó la mano por última vez hacia su público en los balcones, tocó bocina melódicamente y se alejó sin mirar atrás. De camino a su nueva residencia, en cada semáforo, acariciaba las manos de Alba entrelazadas a su cintura, quien en ocasiones enredaba sus dedos a los de él y le propinaba un apretoncito que decía muchas cosas.

—Aunque me aleje, siempre te voy a llevar conmigo —susurró dentro de su casco mientras aceleraba y sus palabras se perdían en el rugir del motor.

—Aunque me aleje, siempre te voy a llevar conmigo —susurró dentro de su casco mientras aceleraba y sus palabras se perdían en el rugir del motor

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