Veinticinco

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Del otro lado de la Plaza Miserere, Paulo ya tenía en mente una idea para recaudar la mayor información posible acerca de Raúl y los rumores que circulaban entre los vecinos del barrio

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Del otro lado de la Plaza Miserere, Paulo ya tenía en mente una idea para recaudar la mayor información posible acerca de Raúl y los rumores que circulaban entre los vecinos del barrio. Conocía los horarios de todos los inquilinos y propietarios del edificio, entre ellos, el horario de Rita, la mayor chismosa de la cuadra. Sabía que la mujer volvía de sus clases de computación para adultos pasada la una de la tarde, así que era solo cuestión de quedarse parado en la puerta del edificio luego de lustrar los bronces de la entrada.

Faltaban minutos para la una de la tarde cuando la vio asomarse por la esquina, sería fácil sacarle charla. Y de paso, tantear si la mujer sabía de su relación con Érica.

—¡Doña Rita! ¿Cómo dice usted que le va? —saludó con falso interés.

—Paulo, querido... Bien, llegando de mis clases de computación. Todavía no entiendo bien qué es eso del puberpointer.

—Powerpoint, Rita... —la corrigió con una risa, esa vez, sincera—. Se dice Powerpoint.

—Eso... Después le voy a pedir a mi sobrina Érica que me ayude con los ejercicios. —La mujer miró de reojo a Paulo, y éste notó esa mirada. Era su oportunidad.

—Sí, Érica es una mujer muy inteligente —soltó despreocupado, y Rita picó el anzuelo.

—¿Así que ya se conocieron? —acotó pícara y mirándolo de soslayo.

—Sí... Ya cruzamos algunas palabras cada vez que sube a tender el acolchado.

—Hijo... ¿Por qué mentís? Si ya sé que se vieron un par de veces, ella misma me lo contó. —Paulo tragó saliva, comenzó a temer cuánto sabía la mujer—. Eri me dijo que cenaron juntos, y que se están conociendo. Y ya sacá esa cara de pánico, está bien lo que hacen. Son jóvenes, lindos... Merecen darse una oportunidad. Eso sí. Mantengan las formas en el edificio.

—Eso ni lo dude, quédese tranquila que no voy a dar qué hablar.

—A mí me agradás como sobrino, ese Claudio nunca me gustó, lástima que es el padre de esa criatura y tengo que seguir viéndole la cara. Además... Así ya no vas a frecuentar tanto el local ese de acá enfrente.

Bingo. Rita tenía ganas de chismear, y Paulo aprovechó la oportunidad. —¿Qué hay de malo con eso? Abi cocina muy rico, además nos hicimos buenos amigos.

—No es la chica, es el marido —susurró mirando a los lados, corroborando que nadie haya escuchado sus palabras—. Dicen que anda metido en cosas raras.

—¿Raras? ¿Como qué?

—Te lo voy a decir, pero solo para que andes con cuidado, a mí no me gusta andar regando chismes por ahí. —Paulo contuvo una risa, sabía que era una mentira, pero necesitaba saber—. Dicen que anda metido en drogas.

—¿Se droga? ¿Y tanto lío por eso? —soltó una risa, pero dejo de reír cuando vio el semblante serio de Rita—. Bueno, no digo que esté bien, pero...

—No, nene. No es eso. Vende droga, y lo peor... La fabrican ahí, en el local —la mujer señaló hacia la esquina con el pulgar sobre su hombro.

—Imposible... Yo estuve ahí con Abi, en la cocina del local, y no vi nada extraño.

—Es que la nena no sabe nada, ¿entendés? Eso lo hacen bien temprano en la mañana. Decime, ¿por qué una rotisería tiene que estar abierta desde las cinco o seis de la mañana? ¿Te parece normal? El negocio es una pantalla para que no les caiga la policía.

—No sé... Me sigue pareciendo ridículo. ¿Una cocina de drogas? ¿Y usted dice que las fabrican ahí mismo?

—Nene, ¿todavía no te diste cuenta de que apenas venden comida al mediodía? La clientela que reciben lo que menos compran es comida. Solo la usan de pantalla, envuelven la comida con la droga adentro.

Para ese punto de la conversación, Paulo no sabía si reír o tomar nota de todo lo que Rita estaba diciendo. Parecía inverosímil, sacado de una película de acción, pero no era descabellado. Él había ido en una oportunidad al mediodía, y la comida escaseaba en los aparadores. Podía ser cierto que sólo cocinaran lo indispensable para esconder los estupefacientes que supuestamente vendían. Debía averiguarlo, y la única manera de hacerlo era yendo a comprar comida antes de que cerraran.

—Vamos a ver qué tan cierto es eso que dicen, ahora voy a ir a comprar algo para comer enfrente.

—¡Ay, no! Nene, no vayas. Yo te cocino algo y te lo subo. Te vas a intoxicar comiendo ahí.

—Tranquila, Rita. Que ya comí muchas veces en ese local. Y acá estoy —sonrió mientras extendía los brazos a los lados.

—Sí, pero la nena cocina bien. Y rico. Estos drogadictos sabe Dios qué le ponen a la comida. En serio, ahora hago unas empanadas y te subo algunas.

—No se moleste, en serio. Voy antes de que cierren. Nos vemos después, Rita.

Y se fue, dejando a la mujer sola en la puerta del edificio, negando con la cabeza. La mujer era tan terca que igual le iba a cocinar, porque ella mejor que nadie sabía el tras bambalinas de ese local en los mediodías.

Rita vio cosas que los lacayos de Raúl nunca notaron. Y no los denunció por miedo, porque sabía el modus operandi del hombre.

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