Capítulo 20

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Eran las 3:07 de la mañana, del día diecisiete de mayo, cuando pisé nuevamente la sala de mi apartamento.

El deseo de volver a mi casa disminuyó con el tiempo. Quizás si me hubiesen preguntado cualquier día en los que estuve en la cárcel, si quería regresar a mi casa... mi respuesta iba a ser directa: Claro que quiero. Cuando regresé, no habían tales ganas. Me daba igual a donde me llevaran, sentía que estaba muriendo en vida.

Mi habitación padecía de soledad y apenas entrabas, una vibra negativa te atrapaba y te hacía sentir pesado, débil...

El doctor mandó diferentes antibióticos para la herida de mi frente y le dejó el número de un dermatólogo a mi padre. Por la causa de buscar estos medicamentos, mi padre salió prácticamente corriendo en torno a las siete de la mañana. Ninguno de los dos logró dormir esa noche. Mi sueño era tan inestable como yo. El deseo de dormir era contínuo pero simplemente no lo conseguía. El insomnio se hacía notar en las noches, y ese primer día que regresé a mi casa después de vivir los peores momentos de mi vida, se pronunció.

Apenas sentí salir a mi padre, me levanté de la cama y me dirigí a la cocina para tomarme el café más insípido que había probado nunca. No fue la preparación, ni el mismo café o la leche, era yo.

Todo lo que sentía y lo que estaba viviendo se manifestaba en cualquier acción que realizaba. Si quería café, no tenía sabor, si me quería bañar, el agua parecía salida de un refrigerador. No podía ni comer por el dolor causado en los dientes. La ley de Murphy es su máximo esplendor.

Todo era tan limitado, todo era horrible.

Mi padre llegó a las nueve de la mañana con todos los medicamentos y algunas frutas.

—Martín, éste es el más importante. Debes tomarlo cada seis horas —dijo señalando una caja blanca.

Asentí con la cabeza, mientras terminé lo que le quedaba a la taza de café.

—En la bolsa están los otros medicamentos y cremas. Te explicaré cada cuanto tienes que tomartelos cuando regrese del trabajo. También hay algunas frutas. Regresaré los más temprano que pueda para prepararte el almuerzo. Te amo. —dijo mientras cruzaba la puerta.

Y se fue. Tomé la caja de penicilina y me tragué una de las pastillas.

Antes de volver a acostarme, hice el intento de utilizar agua, como si fuese glicerina. Abrí el grifo y me lo aplique igual que como lo hacía con aquel líquido maldito. Esto no hizo más que prolongar mi insomnio por la frustración que causó mi inutilidad. Solo conseguí que la costra que se estaba creando en mi frente, se hiciera mas delicada por la humedad.

Pasaban los días iguales, donde estos se hacen extremadamente largos. No salía de la cama, tomaba siempre el mismo café asqueroso y los medicamentos cada cierto tiempo, seguido de cremas en mis partes más afectadas de la piel. Eran demasiadas condiciones que debía cumplir para algo que yo no deseaba; vivir.

La herida de mi frente era la única parte de mi cuerpo junto a las erupciones de mi barbilla que mejoraban. Por lo demás, todo igual.

Las ganas de claudicar aumentaban.

Me rehuso a detallar las horas de los sábados cuando tocaba labor social, lo resumiré en que simplemente tenía que usar muchas cosas encima para que el sol no me hiciera daño en la piel y esto lograba que me sintiera más acomplejado todavía. El camino de mi casa a estos terrenos que nos ponían a limpiar era un sentimiento contínuo de personas observandome mientras tenían pensamientos de lástima.

Sin mucho más que decir, los días continuaban carecientes de cambios, todo era monótono y las malas vibras seguían en creciente.

Pasó el tiempo hasta que faltaron cuatro días para que se acabará mi libertad condicional, y poder salir de nuevo a la calle. Pero yo no quería salir. Más preocupación para mi padre al tener que pensar en donde coño estaría, o qué estaría haciendo.

Hay plazos de tiempo que pueden sentirse de una mala manera, muy mala, horrible... Pero nada era comparable con los que estaba viviendo a partir de mi etapa en cárcel. Esto tenía que acabar, me rendí.

¿Para que iba a morir viviendo, si podía vivir mi muerte?

Esa mañana cuando mi padre salió a trabajar como todas las anteriores, me encargué de ordenar y limpiar toda la casa, dejé la nevera impecable, de tal forma que los sabores de las bebidas estabas organizadas por tamaño y sabor, todos los vasos, platos y cubiertos estaban limpios. Mi habitación y la de mi padre estaban perfectamente acomodadas, la escalera con un brillo perfecto y la sala era el centro de todo este sublime orden.

Cuando terminé, me dirigí a el baño, donde se encontraban mis medicamentos y los puse todos en un vaso de agua. Quedaban dieciocho pastillas en total. Cuando las pastillas se volvieron una especie de moco —por así decirlo—. intenté retirar la mayor cantidad de agua posible para quedarme solamente con los residuos de las pastillas. Seguido de esto, agregué las cremas para mis heridas y una cantidad bastante grande de alcohol isopropílico hasta llenar el vaso. Quizás unas varias pastillas de valium o prozac eran suficientes, lamentablemente mi medicina era menos fuerte que eso.

Lo interesante de todo esto, es que yo no tuve interés en aplicarme esta mezcla en el cuerpo, después de ver el vaso unos segundos, lo agarré y me lo bebí todo de golpe. Casi no puedo recordar como era su sabor, por la velocidad en que lo tragué, lo que si puedo recordar con una descripción acertada era el ardor que me proporcionó al beberlo por completo.

Era un dolor que se intensificaba, como si me estuviesen apuñalando en el interior de mi garganta cada vez con más rabia. Mi cuerpo no reaccionaba, estaba mareado, y las ganas inmensas de vomitar esperaban el momento en que yo dejara de aguantarlas, pero no iba a permitir que esto sucediera porque no tendría sentido lo que acababa de hacer. Me sentía cada vez más débil, y entre torpes pasos logré sentarme en el suelo del baño a esperar que se hiciera la absoluta oscuridad.

Hasta que empecé a escuchar a lo lejos:

—¿Martín? Martín, ¿donde estás? —era la voz de mi padre repetidas veces.

Me quedé callado. Igual no podía contestar si hubiese querido. Mi garganta estaba hecha mierda.

Poco a poco, se fueron escuchando pasos más cerca hasta que se abrió la puerta, y notó lo que estaba pasando. Gritó mi nombre y me agarró rápido de la cabeza e introdujo sus dedos en mi boca hasta que salió el líquido que había ingerido.

De manera inmediata, sacó su celular y llamó rápido a emergencias. El ardor de mi garganta aumentaba y el dolor de cabeza era como si una bala me hubiese atravesado la frente. Lo último que recuerdo es a mi padre haciendo el intento de darme aire y diciendo:

—Aguanta, Martín. Aguanta por fav...

Glicerina.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora