Capítulo 1 - El rostro de la muerte

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Montevideo, 1940

Era una mañana de Jueves idílica en las calles de la capital. La Avenida 18 de Julio era una pasarela de elegantes vestidos y trajes ostentosos. Todos parecían hacer gala de sus mejores atuendos, los cuales combinaban con los colores de los edificios opacos pero sofisticados a su alrededor. Muchos de ellos aparentaban lo que no tenían: Una familia felíz, ejemplar, el trabajo de sus sueños, y un poder que en realidad los consumía. A lo lejos se podía ver a algún que otro desdichado felíz desafiando las apariencias. Mujeres con pantalones tan holgados como la importancia que le daban a la mirada intimidante de los demás. Por las esquinas del Centro se respiraba una aparente felicidad. Bares donde la gente se reunía a charlar de temas tan banales como la cantidad de copas américas que presumía Uruguay frente a Argentina, su eterno rival. Las personas parecían más preocupadas por el inminente rumor de cancelación de la Copa del Mundo que por las muertes que se estaban suscitando en todo el mundo.

La gente se tomaba en serio el título de la Suiza de América a tal punto de estar enajenados del mundo entero. Acá se respiraba prosperidad y buen ánimo hacia el futuro. Las calles principales se veían inmersas de distinguidas cachilas, ómnibus eléctricos que parecían transportar ganado de tan llenos que estaban; y vendedores ambulantes que ofrecían sus productos al ritmo contagioso de La Cumparsita.

Los automóviles se habían adueñado de las calles. Los había por todas partes, oscuros al más puro estilo fordiano, en los que las familias más grandes de la ciudad se paseaban marcando el límite que separaba el mundo injustamente en dos: entre los que podían, y los que observaban.

Uno de los acaudalados de Montevideo era el futuro Senador Manuel Ferreira, quien gustaba de pasearse por las calles de la capital ostentando —más que su carruaje lujoso—, una enorme sonrisa que esbozaba al ver a las personas que lo saludaban —algunos con fervor, y otros con hipocresía—. El señor Ferreira era conocido por ser uno de los codiciados solteros de la capital. Sus ojos café, su gran altura y sonrisa de revista se robaban más que una mirada tentadora hacia él y su poder. Sumado a su atractivo físico, el galán del momento tenía una gran habilidad para llegar a las personas, su simpatía era tan seductora como el resto de sus atributos.

Aunque no se lo veía demasiado, siempre trataba de darse un tiempo para descender de la realidad paralela en donde vivía y tomar contacto con la realidad del país, que no era tan idílica como pudiera aparentar.

Aquella mañana, Manuel se dirigía a uno de los barrios más inciertos de la ciudad donde se reunía una parte de la clase política e ilustre del país para celebrar y ser felíz al menos lo que dura un instante. El palacio escondido de Parva Domus era un variopinto castillo neoclásico rodeado de campos baldíos en las afueras de la urbanización montevideana, al que podía acceder una selecta élite que buscaba un escape de la realidad mundana. Una sociedad naciente en sí misma a la cual se accedía por invitación, y que se ocultaba del mundo a través de intrincados caminos en medio de la nada. Cerca de allí se erigía una parte exclusiva de la costa que golpeaba contra las rocas intentando ser testigo de aquel enigmático lugar, que tímidamente se dejaba ver a través de los árboles que lo encumbrían.

Manuel formaba parte de aquel grupo que todos los meses se reunía, y en el cual tenía prohibido hacer alarde de sus discursos políticos más armados que su sonrisa condescendiente con los ciudadanos. Sin embargo, el futuro senador ignoraba las reglas terminantes de aquel lugar, y en cada celebración buscaba con disimulo nuevas alianzas políticas para llegar al poder.

El camino hacia la llamada nación parvense estaba repleta no solo de caminos intrincados. Manuel y su chofer debían atravesar la inhóspita zona de Punta Carretas con todo el peligro que conllevaba para un político pasar por un lugar donde las personas lo miraban de reojo al verlo, claramente no era bienvenido, y nunca lo sería. El contraste con el Centro y la gente que lo veía por ahí, era bastante notorio. No obstante, Manuel no se dejaba intimidar por las miradas de odio. Él sabía que no iban en su dirección, sino a un sistema desigual que no le daba las mismas oportunidades a todos los ciudadanos. Pero a pesar de todo pronóstico, era optimista y creía que con el tiempo se ganaría la simpatía de ellos también. Por lo que prefería no atender a su descontento y algún que otro reclamo o improperio que escuchaba a lo lejos.

Susurros del viento © (Universo Monstruoso # 0.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora