Capítulo 22 - El susurro del diablo

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—Padre nuestro, que estás en los cielos... santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo... —rezaba Antonia entre lágrimas, ante la atenta mirada de dos monjas que la custodiaban desde la entrada a la capilla—, perdona... nuestras deudas, así como nosotros... perdonamos a nuestros... deudores —Ya no sentía sus pies, los cuales intercambiaba entre la filosa lata peligrando su equilibrio a cada instante, el dolor al hacerlo volvía como una puñalada—. ¿Cómo pueden permitir semejante atrocidad? —Les gritó Antonia.

—Seguí rezando —respondió una de ellas.

—Esto es inhumano, va contra todo mandamiento de Dios —Siguió reclamando Antonia entre lamentos.

—Acá el mandamiento que rige es el de la directora, estemos de acuerdo o no. Seguí rezando, Antonia.

Sentía ganas de gritar, pero no podía. El más mínimo suspiro podría hacerla tambalear y acabar con su suerte. Solo le quedaba rezar.

—No nos dejes... caer en la tentación, y líbranos del mal —Antonia ya no lloraba de dolor, sino de rabia.

***

El internado se encontraba quieto, el único ruido que se sentía era el desfile de los tacos de la infame directora, quien por culpa de todo el trajín del día se había olvidado de encargar las provisiones para el resto de la semana. Bajo la luz de la luna vigilando a las sombras, debía aventurarse a salir al último puesto que se encontraba abierto antes de quedarse sin nada para la mañana. Estaba molesta, sin embargo, lo estuvo más cuando en el camino vio a una comparsa felíz danzando al ritmo de los tambores. Aquella escena la llenó de odio, aún más del que ella misma podría soportar.

—Cuanto negrerío con olor a catinga —susurraba con desprecio al verlos—. ¿Por qué no se irán a la selva a hacer sus negradas? Contaminan nuestro espacio.

Las personas a las que despreciaba parecían ignorar su descontento, estaban muy felices como para notar siquiera su presencia, lo que la obligó a seguir el paso e irse con la amargura entre las patas. No obstante, conforme se iba alejandro, el sonido de los tambores parecía aún más cercano, alcanzando su punto más álgido cuando Libertad se vio inmersa inevitablemente en una gran niebla en medio de la oscuridad. Al ver hacia atrás, pudo distinguir a una mama vieja y un gramillero bailando en las tinieblas al son del tambor que parecía provenir de ningún lugar. Ambos vestidos de rosa, la mama vieja revoleaba su enorme vestido junto a uma sombrilla que hacían juego con el pañuelo que llevaba atado en su cabeza. Alrededor de ella, el gramillero le seguía el paso con su bastón, un gran saco del mismo color y un pantalón blanco. Su elegante atuendo lo terminaba una gran galera rosa que contrastaba con su frondosa barba blanca. Ambos se veían felices danzando en la oscuridad, lo cual irritó aún más a Libertad, quien intentó huir de ellos, empero, con cada paso que daba no solo sentía el sonido de los tamboriles cada vez más cerca, sino también a aquellas dos personas.

—¡Váyanse de acá, negros de mierda! —Les gritó Libertad, sin embargo, aquellas personas parecían hacer oídos sordos—. ¿Me vieron cara de candombera?

Libertad continuó su camino, pero no tardó mucho en acelerar el paso cuando sintió que no solo estaba siendo perseguida por dos extrañas personas que no paraban de bailar, sino que la niebla apenas le había dejado darse cuenta que se había metido en un callejón sin salida en el que el ruido de los tambores se oía por todas partes, y ella era la única que no bailaba a su ritmo.
Su mente se nubló, al sentir una siniestra voz que no era de este mundo, y que cantaba una canción que podría reconocer en muchas de sus pesadillas recientes:

A la una, sale la luna... a las dos, suena el reloj... a las tres, mi rostro ves... —Libertad sintió un escalofrío horripilante erizándole la piel al oír aquella canción. Temía darse la vuelta y encontrar al diablo una vez más—, a las cuatro, das un salto... a las cinco, das un brinco... —Libertad aligeró el paso con la respiración agitada, sin embargo no conseguía escapar de esa siniestra voz—, a las seis, no me ves... a las siete, anda vete... —Libertad comenzó a correr sin dirección, pero los tambores la perseguían a donde quiera que fuera—, a las ocho, tu alma tomo, a las nueve, tu fé muere... —repetía sin cesar la siniestra voz detrás de ella—, y a las diez... otra vez.

Susurros del viento © (Universo Monstruoso # 0.5)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora