Capítulo 3

3.5K 231 186
                                    

LINK

—Aquí tenéis, princesa.

Pay dejó la pila de libros sobre la mesa. Aunque mantenía la vista clavada en el suelo, pude distinguir el tono rojizo de sus mejillas. Si ya le incomodaba mi presencia, no podía imaginar cómo sería para ella que Zelda estuviera allí también.

—Gracias —sonrió Zelda—. Oh, y llámame solo por mi nombre, Pay.

—P-princesa, yo...

—Zelda.

—Z-Zelda... Será mejor que me marche. Maestro Link. —Se inclinó en mi dirección y se apresuró a abandonar la habitación.

—¿Ella es siempre así? —me preguntó Zelda una vez los pasos de Pay se hubieron perdido por el pasillo.

Me encogí de hombros.

—Siempre ha sido así conmigo.

Zelda resopló.

—Ya, pero es que tú eres tú.

Alcé una ceja.

—¿Qué significa eso?

Ella se tomó su tiempo para contestar. Cogió uno de los libros y hojeó las primeras páginas. Por último, se acomodó sobre la cama y dijo:

—Ella creció escuchando historias sobre ti. Verte aparecer debió ser... sorprendente. Y, Link, ¿de verdad me vas a hacer decirlo?

—¿Decir el qué?

Resopló de nuevo.

—Eres joven y fuerte. Sabes utilizar la espada y siempre estás yendo de un lado a otro. Por Hylia, eres el último caballero hyliano que queda y encima eres... eres estúpidamente atractivo. ¿Cómo no iba a comportarse de esa forma?

Esbocé una sonrisa estúpida. Estúpida. ¿Por eso Zelda decía que era estúpidamente atractivo?

—¿Creéis que soy estúpidamente atractivo, princesa?

—¿Eso es todo lo que se te ocurre preguntar? —Mi sonrisa se hizo más amplia. Zelda negó con la cabeza—. No he dicho que yo te considere estúpidamente atractivo.

—Lo sé —repliqué—. Pero ¿crees que lo soy?

—No tienes remedio —gruñó ella—. Oh, Link, tan solo mírate en un maldito espejo.

Luego metió la nariz en sus libros, dando la conversación por zanjada.

—Estúpidamente atractivo —murmuré, incrédulo—. Diosas...

Zelda me dirigió una mirada fulminante por encima de su libro.

Estaba recuperándose con una rapidez sorprendente. Dormía mucho y comía muy poco porque, según ella, ingerir alimentos con normalidad tan pronto no le haría ningún bien a su cuerpo. De modo que comía en cantidades pequeñas, mordisquito a mordisquito.

Lo bueno era que ya no estaba tan pálida. Su rostro había recuperado su antiguo color, aunque, en mi opinión, necesitaba sentir los rayos del sol y la brisa fresca. No había nada mejor que eso. Zelda se había mostrado de acuerdo, y ambos se lo habíamos dicho a Impa una tarde, pero la anciana se había negado en rotundo.

—Sois los dos igual de testarudos —había refunfuñado.

Impa se había volcado en nuestro bienestar y nuestra recuperación. Le agradecía que cuidara de nosotros y, no obstante, también creía que, en ocasiones, se excedía.

O quizá solo se preocupaba por nosotros. El día en que Zelda había visto a Impa por primera vez después de un siglo, ambas se habían mirado fijamente a los ojos y luego, sin mediar palabra, se habían abrazado entre sollozos. Yo había abandonado la habitación con sigilo. Había podido escuchar sus susurros ahogados a través de las paredes del pasillo.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora