Capítulo 31

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ZELDA

El libro decía que, para canalizar el poder interior, debía encontrar la paz primero. Tenía que cerrar los ojos, aislarme de lo que me rodeaba y dejar la mente en blanco. Luego había que inspirar hondo y buscar. Y, una vez se encontraba el poder, solo había que aguantar. Según el libro, si repetía ese proceso con frecuencia, el control del poder iría en aumento y, por consecuencia, no se tendría ningún problema a la hora de utilizarlo.

Nada de aquello iba a funcionar conmigo, por supuesto. Lo tenía claro desde el principio.

No había encontrado el poder gracias a estar en paz. Lo había encontrado porque había bajado la guardia y había permitido que corriera libremente. Y luego había tratado de controlarlo. Por un momento, había estado segura de que lo había conseguido, pero al parecer el poder era más fuerte que yo.

Abrí los ojos, frustrada, y me pregunté si yo sería el problema. Quizás era demasiado débil para manejar un poder como aquel. Iba a intentarlo de nuevo cuando me fijé en lo que tenía delante.

Había un árbol derrumbado en medio del claro. Y al otro lado vi a Link, que estaba en el suelo entre temblores. Por un instante permanecí allí, muy quieta, sin comprender lo que estaba viendo. Y entonces recordé el poder y la forma en que la luz se me había escapado sin remedio.

De pronto estaba a su lado, y lo puse boca arriba para que le fuera más fácil respirar. Contemplé su rostro ensangrentado, horrorizada, y las manos empezaron a temblarme.

Él tosió y abrió los ojos. Si había sido la víctima del estallido y el poder lo había golpeado de lleno, debía haberse quedado sin aire por el impacto. Maldijo y escupió algo rojizo. Quise ayudarlo —sabía que debía ayudarlo—, pero no podía. Era incapaz de mover un solo músculo.

Para mi sorpresa, Link empezó a reírse entre dientes.

—Creo que me has roto la nariz —dijo—. Y una costilla.

El corazón se me detuvo y me quedé del todo inmóvil, sin atreverme ni siquiera a respirar. Cerró los ojos de nuevo con un gruñido.

—Tengo vendas y también...

Asentí en silencio y corrí hasta su bolsa de viaje. Saqué un paño limpio y lo humedecí en el agua de la charca que fluía junto al claro. Lo ayudé a sentarse y le puse el paño bajo la nariz. La sangre seguía corriéndole por el rostro.

—¿Te he roto la nariz de verdad?

—No.

—¿Estás seguro? Creo que está un poco torcida...

Vi que sonreía bajo el paño. ¿Cómo podía sonreír en un momento así? Acababa de romperle la nariz y las costillas y las Diosas sabían qué más.

—Mi nariz siempre ha sido así.

—¿Y las costillas?

—No están rotas. Creo que ya me habría dado cuenta.

Miré su rostro ensangrentado de nuevo, y los ojos empezaron a arderme. Se me escapó un sollozo ahogado, y él frunció el ceño.

—¿Qué te pasa? —me preguntó con su estúpida voz nasal.

Me sequé la única lágrima que había caído y lo miré a los ojos. Sabía que solo había reunido el valor suficiente porque estaba enfadada.

—¡Mira todo lo que te he hecho! —Se me escapó otro sollozo estrangulado—. Y todo porque no sé controlar el... el...

—Zelda —dijo él con ese tono tan lleno de calma que solo usaba cuando sabía que tenía razón—. Cuéntame qué demonios ha sido eso, porque yo no lo sé.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora