Capítulo 23

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ZELDA

—No es nada —protestó él—. Ni siquiera me duele.

Lo fulminé con la mirada mientras desenrollaba las vendas, y Link cerró la boca de golpe. Examiné la quemadura con cuidado, pese a lo mucho que me apetecía abofetearlo por ser tan imprudente. No era grave, pero aun así no me hacía ninguna gracia. Recordaba haberlo visto cojear mientras regresábamos a las minas, pero había creído que se debía al cansancio y al peso del goron herido sobre sus hombros.

—Ibas a ocultármelo —dije con tono acusatorio mientras aplicaba algo de ungüento.

—Eso no es verdad.

—¿Ah, no? ¿Por qué no me lo dijiste cuando llegamos?

Abrió la boca para responder, pero tras unos instantes pareció desistir y se dejó caer sobre la cama con un gruñido.

—Es una tontería —le oí murmurar.

Solté un bufido.

—Si te clavaran una espada en las entrañas dirías lo mismo.

Escuché una risita. Lo contemplé, muy seria, y Link volvió a guardar silencio. Aparté las viejas vendas que él mismo se había puesto.

—Mira cómo te pones por una estúpida...

Enrollé las vendas con más fuerza de la necesaria, y lo que quiera que había estado a punto de decir fue interrumpido por un gruñido.

—Pensaba que no querías que me hiciera daño —masculló.

—Menos mal que uno de los dos está lo suficientemente cuerdo —repuse mientras anudaba de nuevo las vendas, aunque en esa ocasión lo hice con un poco más de delicadeza.

—No hace falta vendar una maldita quemadura.

—Deja de quejarte.

Escuché otro gruñido, pero no volvió a hablar. Se limitó a clavar la vista en el techo de piedra mientras yo terminaba.

—¿Te has hecho daño en algún otro sitio?

Link solo negó con la cabeza. Al instante supe que estaba mintiendo. A mí no podía engañarme, por mucho que quisiera.

—¿De verdad?

—Sí.

Sonreí y tiré de él para que se sentara sobre la cama. Obedeció a regañadientes y luego me miró, expectante.

—Si tú no me lo dices, tendré que hacerlo por las malas.

Frunció el ceño, pero no intentó protestar. Me encogí de hombros. Empecé dándole golpecitos en las costillas, por si se había roto alguna. Link ni siquiera se movió. Tampoco se había torcido ningún tobillo ni se había hecho daño en la cabeza. Sin embargo, cuando rocé su brazo, él se quejó y se apartó al instante. Se quitó la túnica de mala gana y descubrí que tenía el brazo lleno de magulladuras. Era como si se hubiera metido en una pelea de ladrones, de las que solía haber en la Ciudadela hacía cien años.

—¿Cómo demonios te has hecho esto?

—Alguien tenía que intentar mover esas rocas —contestó, encogiéndose de hombros.

Negué con la cabeza, incrédula.

—Esas rocas eran cien veces más pesadas que tú —le dije—. Estoy segura de que sabías que no conseguirías nada cargando contra ellas como un maldito centaleón enfurecido.

Él suspiró con la vista clavada en el suelo y, para mi sorpresa, acabó asintiendo. Sentí una pizca de remordimiento entonces. Estaba siendo demasiado dura con él. Y eso era lo último que alguien como Link necesitaba. Mucha gente había sido dura con él desde que no era más que un niño, y yo lo sabía mejor que nadie. Lo peor era que llevaba todo el día comportándome como una madre preocupada por su hijo inmaduro. Sin embargo, de vez en cuando le venía bien oír cosas como aquella. No cambiaría nada; estaba en su naturaleza lanzarse al peligro sin pensar en las consecuencias. Pero quizá, con el tiempo, mejoraría.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora