Capítulo 8

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ZELDA

Todo estaba oscuro. Sentía la luz muy cerca, pero no podía verla. A mi alrededor solo había oscuridad.

El monstruo se debatió. No permití que escapara. Me odiaba, eso lo sabía. Lo había sabido desde la primera vez que lo miré a los ojos. Había visto un odio más profundo que el tiempo. Y todavía perduraba. Y, probablemente, perduraría por el resto de la eternidad.

Volvió a debatirse, pero en esa ocasión lo hizo con una fuerza inesperada. Intenté contenerlo de nuevo; sin embargo, mi poder no era suficiente. Nunca había sido suficiente. Desde el principio había sabido que estaba condenado a agotarse. Y había tratado de prepararme para el momento en que no respondiera a mis súplicas, y aun así no vi ninguna escapatoria.

El sello se rompió tras un corto forcejeo. Dolía. Sentía la malicia a mi alrededor, quemándome, y no había nada para protegerme.

El monstruo rugió, y el sonido retumbó en mis oídos. De pronto, estaba fuera. En Hyrule. Sobre la hierba. Y el cielo era rojo, rojo como la malicia que se extendía por la tierra, engulléndolo todo a su paso. Los tentáculos brotaban del suelo, y solo podía observar como se acercaban más y más, hasta que no tuve escapatoria.

Alcé la vista, y descubrí que todo estaba cubierto de malicia. Y entonces sentí algo frío rodearme, tan frío que quemaba. Intenté moverme; intenté zafarme de su agarre, pero el monstruo era fuerte, demasiado fuerte. Y la luz no me respondía.

—Te lo dije —me susurró al oído. Su voz era gélida, llena de odio y veneno. Ni siquiera parecía una voz de verdad. Solo era un siseo horrible—. No hay esperanza. Y todo es culpa tuya.

Las lágrimas corrían rápidas mientras contemplaba como mi hogar desaparecía. Cerré los ojos, porque verlo dolía demasiado. El monstruo tenía razón. Todo era culpa mía. Mía y de nadie más.

Sentí que la malicia me engullía a mí también.

Y luego volvía a estar en un lugar oscuro.

—Zelda.

Se aferraba a mí. Se aferraba a mí con fuerza. Intenté debatirme, y en esa ocasión comprobé que era capaz de moverme.

—¡Suéltame! —le exigí, y odié lo débil que sonaba mi voz.

Él no me soltó.

—Zelda —me llamó de nuevo—. Zelda, mírame.

Seguí debatiéndome, pero su agarre era de hierro. Y entonces abrí los ojos. Los abrí de verdad. Me preparé para encontrarme con la mirada del Cataclismo, llena de odio y furia. Pero lo que encontré fue una llena de preocupación. Y, aun en medio de la oscuridad, pude reconocerlo.

—Soy yo, ¿lo ves? —dijo—. Soy solo yo.

Pestañeé, y más lágrimas comenzaron a caer. Y lo siguiente que supe fue que había acabado llorando sobre su hombro. Link no decía nada; tan solo me recibió entre sus brazos mientras yo sollozaba sin apenas darme cuenta de lo que hacía. Agradecí que no me preguntara nada. Que simplemente estuviera ahí. A mi lado.

Empecé a temblar, como si me encontrara en la cima del Monte Lanayru otra vez. Aquella situación me recordó a otra muy parecida. Hacía cien años, en la Fuente del Poder, había hecho lo mismo que hacía ahora: sujetarme en silencio mientras yo sollozaba y temblaba y me rompía en pedazos.

Vi sus ojos de nuevo en medio de la oscuridad. Eran rojos, tanto como la sangre. Me aferré a Link con más fuerza, y fue entonces cuando respirar se volvió una tarea más complicada que de costumbre. Y él rompió su silencio. Oía de forma lejana las palabras que me susurraba al oído, pero no era capaz de entenderlas. Solo podía escuchar los rugidos del monstruo. Retumbaban en mi cabeza, ahogando todo lo demás.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora