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Aquello ni siquiera parecía una tumba. No sabía mucho sobre tumbas, pero por lo poco que había visto, la tumba de un rey no debería parecerse tanto a un feo montículo de piedra.
Pero eso no era importante, en realidad. A Zelda debía parecerle una tumba de verdad, porque tenía los ojos fijos en ella. Le dio las gracias a la sacerdotisa, que seguía mirándonos, sonriente, y se puso en pie de un salto. Cruzó el templo en unas pocas zancadas, tan rápido que ni siquiera tuve tiempo de seguirla. Cuando la alcancé, ella ya estaba fuera.
—Pensaba que querías rezar —le dije. Ella siguió andando, sin darse la vuelta para mirarme.
—¿Rezar? —replicó, y su voz sonaba extraña—. Ni en mil años querría sentarme ahí a rezar otra vez.
No intenté andar a su lado. Sabía que ella no quería que le viera el rostro. Por si se le escapaba alguna lágrima. Aunque no creía que fuera a perder el control de esa manera. No a plena luz del día, bajo la posible mirada de cualquiera.
—No me refería a rezar de esa forma.
—Entonces vete tú, si tanto te apetece.
Estaba peor de lo que había creído. Sin embargo, decidí guardar silencio. Manejar el dolor siempre le había resultado difícil. Y ella decía que pensaba mejor cuando todo estaba en silencio.
Así que dejé que se adelantara y anduviera sin rumbo durante un rato. No me dirigió la palabra y yo no traté de hablar con ella. Cuando se adentró en un bosque, cogió la piedra sheikah y empezó a tomar imágenes de los frutos que crecían en los árboles y los arbustos. La mayoría eran solo bellotas, y esas estaban en el resto de Hyrule, pero a ella no parecía importarle. Luego fingió que comía bellotas, posiblemente para que no me preocupara por ella y la dejara en paz. Y, por la tarde, como no le apetecía hablar con nadie, cogió mi arco y se marchó hacia las profundidades del bosque. No intenté ir tras ella. Sabía que estaría a salvo. La espada no me avisaba de que hubiera malicia cerca, y ya no había monstruos.
Aun así, decidí no alejarme demasiado, por si se le ocurría intentar alguna locura, como cazar uno de esos enormes jabalíes que cargaban contra ti cuando se enfadaban. Monté el campamento y después me acerqué al límite del bosque. Desde allí podía distinguir a los hylianos que se encontraban junto al Templo del Tiempo. No me había fijado en ellos antes. Quizá podría reconocer a algunos. Seguía sin entender cómo alguien querría reconstruir aquel edificio olvidado por encima de una aldea segura donde vivir. Todo el mundo estaba demasiado asustado todavía para subir a la Meseta de los Albores.
Por otra parte, aquellas sacerdotisas eran extrañas. No se parecían a las que recordaba, las que había existido hacía cien años. Las de ahora eran rígidas y silenciosas, por lo poco que había visto. Aún se adoraba a Hylia, incluso después del Cataclismo, pero nunca se había necesitado una orden de sacerdotisas. Hasta ahora, claro.
Zelda regresó con varios conejos. Parecía enfadada, aunque si yo hubiera cazado tantos conejos como ella, estaría eufórico. Tenía hojas secas enganchadas en el pelo, pero no quise decirle nada. Probablemente eso era lo que menos le importaba en aquel momento.
Tomó asiento sobre un tronco de árbol roto y se quedó mirando las llamas de la hoguera fijamente. Eso mismo hacía yo cuando estaba de mal humor. Supuse que se le habría pegado la costumbre.
—No está nada mal —le dije, examinando los conejos—. Podríamos hacer buenos guisos con esto.
Ella sonrió, aunque pareció una mueca de dolor. Y el dolor era lo único sincero en todo aquello.
El crepúsculo comenzaba a caer, e iba a ser una noche larga. Lo presentía. Las voces y sonidos provenientes del templo ya se habían apagado. Ahora era visible el humo de varias hogueras en la lejanía, aunque eso era todo.
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Cicatrices
Fiksi PenggemarDespués de cien años, Hyrule ha sido liberado del tormento del Cataclismo y atraviesa tiempos de paz. Ahora que la siniestra sombra que rodeaba el castillo ha desaparecido, los hylianos toman la decisión de convertir las llanuras salvajes en algo pa...