Capítulo 41

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El fuego chisporroteaba. Zelda lo había encendido antes de ir en busca de conejos para la cena. Observé la dirección por la que se había ido; no estaba muy lejos. Desde allí podía oír sus pisadas ligeras y sigilosas mientras se movía entre los árboles. Le había dicho que no se alejara demasiado con la excusa de los lobos, y ella no había opuesto resistencia. No pareció sospechar nada.

Aunque lo cierto era que había más de una razón por la que no quería que se fuera muy lejos.

Había dejado la Espada Maestra cerca, por si acaso. La desenfundé con cuidado, como si fuera a romperla. Sin embargo, al sentir el metal frío bajo los dedos, comprendí que ya la había roto.

Las llamas arrancaban destellos en la hoja. Algo se me retorció en el estómago cuando hubo pasado un rato, y por un momento pensé que iba a ponerme enfermo. Una voz me gritaba que soltara la espada. Que la soltara y no volviera a tocarla jamás. Pero separarme de la espada me aterraba más que el daño que pudiera hacerme.

Así que seguí sosteniéndola. Cerré el puño con más fuerza en torno a la empuñadura. Pensé que quizá el problema era que ya no me encargaba de ella tanto como antes, de modo que limpié la hoja y la afilé con cuidado. Y todo lo que aquello consiguió fue que la espada pareciera aún más pesada entre mis manos.

Cerré los ojos, pero no la solté. La había roto. La había roto de verdad. Nunca se había comportado así conmigo. Siempre me hacía sentir a salvo cuando la tocaba. Y ahora no había nada.

Me concentré, rezando por estar equivocado. Me alegró escuchar el distante susurro de su voz, aunque no podía comprender nada de lo que oía. Nunca había sido verdaderamente capaz de hacerlo, pero esa vez fue diferente. Fue como si una gruesa muralla nos separara.

Me dio la sensación de que de pronto parecía mucho más pesada que antes. Algo gélido me recorrió de arriba abajo.

Escuché pisadas acercándose, y al instante las reconocí como las de Zelda. Ella emergió de la oscuridad casi absoluta con un conejo y una sonrisa radiante. Me miró con curiosidad mientras yo envainaba la espada. Sentí como el peso desaparecía cuando la solté por fin.

—Mira —dijo ella, mostrándome el conejo—. Este es de los gordos.

Intenté sonreír. No debió de funcionar, porque su expresión decayó ligeramente.

—¿Qué ocurre?

—No ocurre nada.

Ella me tendió el conejo y luego me dio la daga. Se sentó a mi lado mientras empezaba a destriparlo. Nunca destripaba nuestra cena con la Espada Maestra, de modo que ese no podía ser el problema.

—¿Qué hacías con la espada? —quiso saber ella.

Me observaba con atención mientras trabajaba. Se había vuelto más dura; hacía no mucho tiempo le entraban arcadas al verme limpiar lo que ella cazaba. Y eso era extraño, porque la propia Zelda los mataba, no yo. Fuera como fuese, ella podía ser imprevisible a veces.

—Pensar. Limpiarla.

—¿En qué pensabas?

No necesité mirarla para comprender. Ella sabía que algo iba mal. Y ahora estaba atando cabos, y probablemente su teoría era que algo le ocurría a la espada. Si era así, no iba muy desencaminada.

Tal vez hablar con ella fuera lo mejor, al fin y al cabo. Zelda sabía muchas cosas. Había leído sobre ello, y tendría respuestas. No obstante, cuando recordé los planes que había hecho y el largo viaje que tenía por delante con la reconstrucción, la determinación desapareció de golpe. No iba a añadir más preocupaciones a su enorme lista. Se suponía que estaba allí para apoyarla y hacerla feliz, no para empeorar la situación.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora