Epílogo II

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ZELDA

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Siete años? Seguro que tú llevas la cuenta del tiempo mejor que yo. A mí se me pasa muy deprisa. Sea como sea, todavía recuerdo la última vez que hablé contigo. Te pedí fuerzas y protección. Ya no necesito nada de eso. Puedo tenerlo sin tu ayuda. Vas a reírte, pero ahora solo pido tiempo.

»Con los años, me he dado cuenta de que el tiempo es una espada de doble filo. El tiempo cura, pero también hiere. Te enseña y también te hace olvidar. Te ayuda a levantarte y luego te derriba sin pensárselo dos veces y te deja cicatrices por todas partes. Lo odio casi tanto como te odio a ti.

»El tiempo es cruel, pero más cruel soy yo por pedírtelo. Así que si te quedan energías para escucharme, dame algo de tiempo. No me importa cuánto.

Abrí los ojos para encontrarme con el rostro frío y pétreo de la estatua. Estaba en un rincón apartado y silencioso de la aldea. Rezar no había entrado en mis planes al salir de casa aquella tarde, pero mientras me alejaba de la tienda de suministros, había visto que nadie se encontraba junto a la efigie, y los pies me habían llevado hasta allí.

La estatua estaba cubierta de polvo y tierra, pero había ofrendas a su alrededor. Objetos de madera con símbolos que no supe reconocer, flores y telas. Tuve cuidado de no rozar nada mientras me ponía en pie. Ya no podía correr tan deprisa como antes por culpa de la herida de flecha que había recibido en la pierna hacía tantos años. No me importaba demasiado, sin embargo. Una de las primeras cosas que habían aprendido mis hijos era que debían tener cuidado con su padre. Saltar sobre él estaba prohibido. Eran cuidadosos con Link, y por lo tanto habían aprendido a ser cuidadosos conmigo también.

Recogí la cesta. Era pesada; había salido en busca de suministros para el viaje a Kakariko. Sería corto, pero ya no éramos solo Link y yo en los caminos. Había pensado bien lo que necesitábamos. Esperaba no haber olvidado nada. Por eso había ido yo a la tienda. A Link siempre se le olvidaba algo.

Las calles estaban atestadas de gente, como era natural a aquellas horas. Casi todos me saludaban. Había intentado aprender sus nombres, pero tantos vivían en Hatelia ahora que era casi imposible. La aldea había crecido muy deprisa, como si los hylianos hubieran estado esperando a reunirse de nuevo. Algunos incluso se referían a ella como la capital. No tenía nada que ver con la Ciudadela pero, con el tiempo, crecería aún más. Y sería una gran capital para el nuevo Hyrule, aunque solo los hylianos la llamaran así.

Una anciana me detuvo cerca del punto donde el camino se desviaba hacia nuestra casa. Ella vivía al otro lado del puente y nos traía mermelada de frutas que su hijo hacía en las granjas. Arwyn había metido tres grillos en su casa una vez, aunque la mujer no la había pillado, gracias a algún milagro. Estaba medio ciega y medio sorda, por lo que me habían contado.

—Zelda, querida —dijo, sonriendo. Su rostro entero se arrugaba cuando sonreía—, no esperaba verte hoy por aquí.

—Tenía que buscar algunas cosas.

—Lo mismo digo —repuso ella, mostrándome su propia cesta—. ¿Cómo están tus pequeños? Hace unas semanas que no los veo. Link me abrió la puerta hace unos días, cuando llevé la mermelada, pero a ellos no los he visto.

—Están bien —le aseguré yo—. Crecen muy deprisa.

—Oh, dímelo a mí, niña. Parece que fue ayer cuado mi pequeño llegó llorando al mundo por primera vez. Ahora ya tiene hijos propios y dice que estoy vieja. —Suspiró, y yo contuve la risa—. ¿Hiciste lo que te dije con la sopa?

La anciana me había aconsejado que añadiera unas gotas de limón a la sopa. Y así lo había hecho. A Link no le había importado, Artyb lo había odiado más que de costumbre y Arwyn ni siquiera se había dado cuenta de que había algo distinto en la sopa.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora