Capítulo 34

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Zelda estaba esperando por mí cuando regresé a la habitación. El fuego seguía encendido. Casi había olvidado lo que era el verdadero calor. Solo sentía el frío clavado entre los huesos.

Tomé asiento cerca del fuego. Zelda no alzó la vista para mirarme. ¿Seguiría enfadada? No podía estarlo de verdad. Había bromeado antes, cuando nos quedamos solos. Y no me había parecido especialmente furiosa cuando corrió en mi dirección y me abrazó. No quise tener muchas esperanzas, a pesar de todo. Aún debía estar dolida por lo que le había dicho. Y no la culpaba. Cualquiera se sentiría dolido después de eso.

La oí murmurar algo para sí misma. Caí en la cuenta de que estaba buscando algo en mi bolsa de viaje. Me mostró el saco de frambuesas vacío y sonrió. Sonrió de verdad. No me lo estaba imaginando.

—Ya veo que no has pasado hambre —dijo. Dejó el saco en el suelo y siguió rebuscando.

—¿Qué buscas?

Se encogió de hombros.

—Intento poner un poco de orden. ¿Sabes la cantidad desorbitada de cosas que tienes aquí dentro?

La miré con incredulidad, aunque ella no pareció darse cuenta. Era tan extraña a veces. Extraña e imprevisible. Nunca habría llegado a imaginar que la encontraría así después de regresar de matar centaleones en Hebra.

Por Hylia. La había echado de menos.

Sacó una flor aplastada de pronto. Me miró con una ceja alzada, pidiéndome explicaciones en silencio. Me limité a clavar la vista en el suelo.

—Pensé que te gustaría —murmuré—. Creo que no la habíamos visto antes. Al menos yo no la había visto hasta ahora. —Me atreví a mirarla. No, eso no iba a ser suficiente para ganarme su perdón. Solo era una estúpida flor—. Puede que quieras investigarla o algo así.

Ella se mantuvo en silencio por unos instantes. Sostuvo la flor con tanta fuerza que temí que fuera partirla en dos y la olisqueó. Arrugó la nariz. Tenía una nariz muy graciosa, en realidad. Siempre la arrugaba cuando algo la disgustaba.

—Yo no investigo flores —replicó, y luego me fulminó con la mirada—. Pero esta flor apesta. Así que supongo que valdrá la pena investigarla.

Siguió rebuscando en mi bolsa. Sonreí a medias, aunque sabía que eso la haría enfadar, y no era conveniente hacerla enfadar cuando ya estaba enfadada.

—¿Apesta tanto como yo?

Arrugó un poco más la nariz.

—Apesta mucho más que tú. Imagina ese olor a monstruo muerto, pero diez veces más insoportable.

No soltaba la maldita flor. No era muy grande, pero seguía siendo una flor. Era fea, y su aspecto solo había empeorado después de haberla metido en mi bolsa de viaje. El azul oscuro había resaltado en medio de la nieve, con los pétalos cubiertos de una fina capa de escarcha. Ahora, sin embargo, los pétalos parecían frágiles, y se habían oscurecido aún más.

No me había detenido a olerla. De haberlo sabido, probablemente no la habría arrancado de su sitio. Pero al verla había pensado en Zelda al instante. No era raro que pensara en Zelda, pero eso había sido diferente. A ella le gustaba ver cosas nuevas.

—No te creas que esto te va a servir como disculpa —dijo ella de pronto.

Contempló la flor. La sostenía muy cerca de su pecho, como si fuera a marcharse corriendo.

—No pensaba dártela como disculpa —mentí. A medias. Una parte de mí había esperado suavizar su humor con aquella flor—. Solo lo hice pensando en ti. ¿Lo ves? Luego dices que no pienso en ti.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora