Capítulo 45

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Zelda llevaba casi una hora entera discutiendo con Karud. Había insistido en que la acompañara a hablar de sus próximos pasos con él, aunque a mí no me apetecía en absoluto. No quería ver a Karud, y no tendría nada útil que aportar a aquella discusión. Así se lo había dicho a Zelda, pero ella se había limitado a sacudir la cabeza y a suplicarme que al menos escuchara. Que estuviera a su lado, apoyándola. Sabía que ella no necesitaba mi apoyo ya, pero el brillo de súplica en sus ojos había hecho que me rindiera.

Siempre conseguía salirse con la suya. Incluso hacía cien años había sido así.

Y ahora los tres estábamos en la tienda de Karud. Ella y yo podríamos haber estado haciendo algo mejor, como cabalgar por una llanura que había visto cuando salí a practicar con la espada, más allá del puente. O podríamos haber estado en nuestra propia tienda, porque ni siquiera era mediodía aún.

Suspiré cuando la escuché alzar ligeramente la voz, pero no intenté intervenir. Le había robado la daga a Zelda, y la estaba utilizando para tallar líneas en la pequeña mesa de madera que Karud tenía en su tienda. Estaba tan desgastada que mi trabajo no se notaría siquiera.

Karud suspiró y tomó asiento en una silla, frente a mí. Enterró el rostro entre las manos. Zelda se mantuvo de pie, dándole la espalda. Disfruté del breve silencio y también tuve que contener la risa.

—Vas a perder —le advertí a Karud—. Ella siempre se sale con la suya.

Zelda se dio la vuelta con tanta brusquedad que me pareció oír un crujido doloroso, pero debieron ser imaginaciones mías, porque en vez de quejarse, me fulminaba con la mirada.

Karud contempló la mesa y la daga que tenía en las manos.

—Deja de destrozar mis muebles, mocoso.

—Intento ayudarte —repliqué, clavando la hoja en la madera con más ahínco.

—No estás ayudando —siseó Zelda.

—¿Por qué no vuelves con tu espada? —dijo Karud.

Clavé la daga con tanta fuerza que por un momento temí que la madera fuera a romperse de verdad.

—Te mueres de ganas por que te rompa la nariz, ¿verdad?

Karud enrojeció de ira.

—No eres más que un renacuajo. He visto niños de doce años más altos que tú. Con esos brazos tan flacuchos no podrías hacerme nada.

—Puedo romperle la nariz a cualquiera de un solo golpe. Créeme, tengo experiencia. Claro que la tuya es tan grande que a lo mejor...

—Se acabó —sentenció Zelda. Me arrebató la daga de las manos y la guardó en su cinturón de nuevo. Apoyó las palmas en la mesa—. No te he traído aquí para discutir —dijo, dirigiéndose a mí—. Quería que escucharas. Que nos ayudaras. Sé que eres capaz de tener buenas ideas. —Miró a Karud y él palideció ligeramente—. Deja de meterte con él. Tampoco ayudas. Es imposible llegar a un acuerdo si te distraes por cualquier cosa.

Agachó la cabeza después de eso. Mientras ella inspiraba hondo para calmarse, vi que brillaba un poco. Por eso Karud había palidecido, y por eso no podía dejar de mirarla. Intenté no parecer sorprendido para que él no pensara que yo también la estaba viendo brillar.

Yo estaba sonriendo cuando alzó la vista de nuevo. No podía evitarlo. Seguía estando radiante, incluso cuando se enfadaba.

—¿Vais a colaborar los dos? —preguntó.

Asentí sin pensármelo dos veces, aunque Karud vaciló.

—¿Son imaginaciones mías o ella está brillando?

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora