Capítulo 21

1.5K 110 44
                                    

La aldea estaba desierta.

No me sorprendía, claro. Todos los prisioneros estaban en la cabaña más grande. Eran tan pobres que ni siquiera podían construirse casas de verdad. Al principio había pensado que deberíamos haber elegido otra aldea; quizás una más grande, donde hubiera más habitantes y un techo seguro bajo el que dormir. Sin embargo, Tadd había dicho que lo mejor sería quedarnos por una temporada. Aquel lugar era seguro, y nadie se fijaría en nosotros, porque nadie pasaba por allí. Y Tadd siempre tenía razón.

Junto al camino de la aldea, bajo la luz del atardecer, cuatro de mis hermanos enterraban a otro hermano. Lo devolvían con el Padre. Su cuerpo ardía, aunque no había fuego alguno. No hacía falta que lo hubiera. La Bendición era tan fuerte que podía brillar por sí misma.

Me acerqué a ellos y me arrodillé para ayudar. Mis hermanos me lo agradecieron en silencio. Algunos me reconocieron e inclinaron la cabeza en señal de respeto. Sentí una punzada de satisfacción. No había nada mejor que el poder.

La satisfacción se transformó en culpabilidad rápidamente. No tenía poder alguno sobre mis hermanos. Solo el Padre tenía el poder, porque únicamente Él poseía la sabiduría suficiente para conocer la forma de manejarlo y el valor necesario para llevar a cabo sus designios. Tenía que recordármelo.

Y, bueno, Tadd también tenía poder, pero solo porque el Padre lo había elegido a él para liderar a nuestros hermanos. Y teníamos que estar agradecidos por eso.

Iba a llegar tarde a la reunión de Tadd, pero la Bendición era mucho más importante. Coloqué las manos sobre el cuerpo y empujé para hundirlo en la tierra. Abajo estaba el Padre, esperándolo. Sabía que antes aquel cuerpo había pertenecido a uno de mis hermanos, pero ya era irreconocible. La Bendición había devuelto sus rasgos a su estado original. Porque así debíamos regresar todos; tal y como Él nos había hecho por primera vez.

La Bendición cosquilleaba en mis manos. Cualquier otro —alguien indigno y sin fe— podría haber dicho que se trataba de dolor. Pero no lo era. Solo era la llamada del Padre, que bendecía a otro de mis hermanos. Los demás teníamos que ayudarle a reunirse con Él y estábamos obligados a rendirle homenaje. Luego solo cabía esperar a que el Padre llamara a otro de nosotros.

Cuando el cuerpo estuvo lo suficientemente hundido, mis hermanos empezaron a cubrirlo de tierra. Me uní a ellos en silencio. Un rato después, no quedaba ni rastro del humo provocado por la Bendición.

Ninguno dijo nada por un largo rato. Solo se oía el murmullo del agua a nuestra espalda. Si cerraba los ojos, podía llegar a parecer que estaba en casa otra vez. Sin embargo, en casa no había agua.

—¿Sacerdotisa? —dijo una hermana. La miré, molesta. Había interrumpido mis plegarias. Cuando enviábamos un hermano con el Padre, había que rezar para asegurar que todo fuera bien. Que el siguiente fuera uno mismo, y que se reuniera rápidamente con él. Era un honor portar la Bendición, pero en ocasiones era un peso difícil de manejar—. Siento interrumpiros. El rey dijo que se reuniría con vos a la puesta de sol. No deberíais llegar tarde.

Me obligué a sonreír.

—Tienes razón —dije—. Seguid vosotros con la despedida.

Ellos asintieron y yo me puse en pie. Eran jóvenes. Los más jóvenes que quedaban. Probablemente ellos serían los siguientes en consumar la Bendición. A esa edad era más difícil cargar con el peso.

Anduve hasta la cabaña más grande, donde sabía que estaba Tadd. Abrí la puerta sin molestarme en llamar, y sonreí al ver a los prisioneros. Mujeres, hombres y niños con la piel oscurecida y tostada por el sol. Había al menos una docena.

CicatricesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora