Capítulo 43

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Un grupo de niños sheikah llevaba un rato siguiéndome. Aquello me sorprendió, aunque no debería haberlo hecho; había esperado que fuera Zelda quien me siguiera, de entre todo el mundo. Sin embargo, por lo que parecía, ella había decidido quedarse en la posada. Y era mejor así. No quería decirle algo que le hiciera daño. Eso en concreto se me daba excepcionalmente bien cuando estaba enfadado.

Tomé asiento junto a la pequeña efigie de la Diosa Hylia, en el centro de la aldea. Los niños intentaron acercarse, pero les dirigí otra mala mirada, y se detuvieron al instante. También era bueno en eso cuando estaba de mal humor. Llevaba lanzándoles miradas de advertencia desde que los había visto siguiéndome. Pero a ellos no parecía importarles. ¿Acaso no era lo suficientemente amenazante?

Escuché sus susurros y dejé de mirarlos. Estaba atardeciendo, y ya no había nadie en el centro de la aldea. Había tenido suerte. Salvo por aquellos niños, por supuesto.

Los guardias de la casa de Impa también me observaban con atención. Diosas, no podía estar tranquilo en ninguna parte. Dondequiera que fuese, alguien me perseguía o susurraba. Siempre ocurría lo mismo en Kakariko. Debía de ser mala suerte.

La Espada Maestra pesaba en mi mano. No sabía cómo había logrado cargar con ella desde la posada. Su peso ya no era familiar, ya no parecía que estuviera hecho para mí en especial. Cerré los dedos alrededor de la empuñadura con fuerza y contuve la respiración, intentando encontrar algo. Cualquier cosa. No obstante, solo me llegó aquella sensación tan horrible, la que me hacía sentir enfermo. Al menos aún no estaba enviándome descargas de dolor por todo el brazo siempre que la tocaba.

No debería habérselo contado a Zelda. Cada vez estaba más convencido de ello. Lo que había dicho solo había servido para que me sintiera peor todavía. Nunca me había planteado siquiera que la espada quisiera volver al bosque. Jamás había imaginado que algún día tuviera que devolverla. Y, si eso fuera cierto, yo ya lo habría sabido, ¿no? Habría sido el primero en saberlo. Después de todo, era yo quien tendría que llevar la espada al pedestal.

Todavía no había llegado el momento. Era demasiado pronto. Zelda debía estar equivocada. Sabía más que yo de aquellos temas, pero ella no entendía la Espada Maestra. No como yo lo hacía. Y la espada no estaba diciéndome que era hora de volver a su letargo.

Cerré los ojos, intentando sentir su poder. Por un horrible instante, no hubo nada. Sin embargo, de pronto percibí una pulsación distante, y pude escuchar su voz, suave y lejana. Seguía estando allí, a mi lado. Pero algo le ocurría. Y me negaba a creer que la teoría de Zelda fuera cierta.

Lo arreglaría. Arreglaría lo que quiera que estuviera ocurriéndole a la Espada Maestra. Tal vez Impa supiera algo más.

Escuché pasos acercándose, y maldije para mis adentros cuando la voz de la espada desapareció de golpe. Había perdido la concentración.

Fruncí el ceño al ver a aquellos niños acercándose. Ninguna mala mirada los espantaría ya. Recé por que Diosas me dieran una pizca de paciencia. Solo con una pizca bastaría.

—No estoy de humor —les advertí en un gruñido.

—Mi madre dice que estar de mal humor no es bueno —dijo una niña con vocecita aguda. Reconocí su rostro; la había visto en mis anteriores visitas a Kakariko—. ¿Creéis que es cierto, Maestro Link?

—Si tu madre lo dice, supongo que sí.

—Mi madre dice que tengo que estar segura de todo lo que estoy diciendo. No puedo decir que supongo algo.

La miré con una mueca de aburrimiento, aunque ella no pareció darse cuenta. Estaba admirando la Espada Maestra, que seguía sobre mi regazo.

—¿Habéis visto ballenas voladoras, Maestro Link? —quiso saber otro niño—. Dicen que fuera las hay.

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