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Hacía mucho frío a la mañana siguiente. ¿Habría amanecido siquiera? Ninguna luz se colaba en la habitación sin ventanas. ¿Cómo demonios podía hacer tanto frío si no tenía ningún hueco por el que entrar?
Descubrí que el fuego de la noche anterior se había apagado. Maldije entre dientes, pero decidí encenderlo de nuevo. Zelda tiritaba al otro lado de la habitación. Intenté ponerme en pie, pero estuve a punto de caer de bruces por culpa de las estúpidas hamacas de los orni. Eran tan pequeñas que ni siquiera tenía espacio para respirar. Quizá a los orni les funcionaba usarlas, pero eran terriblemente incómodas para los demás. Los maldije también, en silencio. Nunca habían sido capaces de ver más allá de su propio orgullo.
Conseguí encender el fuego. La habitación era pequeña y no tardó en volver a calentarse. Sabía que no podría volver a dormir, así que me envolví en la capa y salí al exterior.
Al instante me arrepentí. El aire era gélido, tanto que no tardé en percibir como se me enfriaban los dedos. Los escondí bajo la capa y cerré la puerta a toda prisa para que el frío no se colara dentro.
Ya había amanecido, aunque el cielo todavía estaba gris. Quizá llovería. O nevaría. Seguro que en Tabanta nevaba casi cada día.
No había nadie en la entrada de la posada. Me acerqué con disimulo y dejé una rupia roja sobre el mostrador. No pensaba quedarme en aquella posada gratis, por muy incómodas que fueran las hamacas.
Por un fugaz instante, consideré la posibilidad de que algún viajero entrara y encontrara la rupia. Se la llevaría, claro. Solo un idiota no lo haría. Sin embargo, decidí no darle importancia. No creía que ningún viajero fuera a llegar tan temprano, a menos que fueran tan inoportunos como Zelda y como yo.
Salí de la posada con cautela, temblando bajo la capa. El frío allí solo se hizo más intenso. Diosas, no recordaba que en Tabanta hiciera tanto frío. Me alejé un poco más, y desde las escaleras divisé un grupo de orni que echaban a volar desde una de las plataformas de madera que habían construido por toda la roca. Más partieron desde otras partes del poblado, y los observé alejarse en silencio. Se dirigían a Hebra, al parecer. Solo con pensar en ir hasta allí sentía escalofríos. Pero, después de todo, las plumas de los orni los protegían de las inclemencias del tiempo. Supuse que ellos no tendrían el mismo problema que nosotros.
Los orni no tardaron en convertirse en pequeños puntos perdidos en el blanco resplandeciente de Hebra. Me pregunté si irían a terminar con los monstruos que, según habíamos oído, se habían resguardado en Hebra. Aquella era una de las pocas partes de Hyrule que no conocía. Aunque tampoco tenía intención de hacerlo; en Hebra podría morir de frío; por una avalancha o sorprendido por una tormenta. O simplemente podría resbalar en el hielo y partirme la cabeza o caer en un lago de aguas gélidas. No me encontrarían jamás, y no podría pedir ayuda porque nadie vivía en Hebra. Y nadie querría morir así.
Y eso sin contar el hecho de que ahora estaba plagada de monstruos.
Los dientes me empezaron a castañetear, así que decidí volver a la posada con Zelda.
Aún dormía cuando llegué. Supuse que debería despertarla; no habría un momento mejor para hablar con el líder orni. Más tarde, estaría demasiado ocupado para atendernos. Al menos eso pasaba siempre con los líderes que había conocido.
Ella protestó cuando la sacudí.
—Tengo frío —murmuró simplemente.
—No eres la única —repliqué con una mueca—. También tengo hambre.
—Quedan frambuesas —masculló.
Guardó silencio durante un rato para que creyera que se había dormido, pero no me engañaría tan fácilmente.
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Cicatrices
FanfictionDespués de cien años, Hyrule ha sido liberado del tormento del Cataclismo y atraviesa tiempos de paz. Ahora que la siniestra sombra que rodeaba el castillo ha desaparecido, los hylianos toman la decisión de convertir las llanuras salvajes en algo pa...