Capítulo I: No existe la forma

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La neblina aún era espesa y hacía imposible ver a más de dos metros de distancia. La locomotora surgió de entre las tinieblas y amainó la velocidad conforme llegaba al andén. Una fina llovizna caía sobre Cokeworth y muy poca gente caminaba por el pueblo en ese momento. El lugar daba un aspecto fantasmal y abandonado. 

El tren de las diez de la mañana se detuvo lentamente en la estación y solo dos personas bajaron. Un hombre y una mujer. Descendieron de diferentes vagones y no se dirigieron la mirada mientras atravesaban la estación. Él caminó a toda prisa hacia la cafetería y se sentó a una de las mesas, en donde leyó rápidamente la portada del diario. Ella, por su parte, se movía con parsimonia. Abotonó el piloto sobre su pecho hasta llegar a su cuello. Luego, abrió el paraguas y empezó a andar lentamente, casi como si quisiera demorar el arribo a su destino. Hacía demasiados años que no pisaba aquel lugar y los recuerdos la abrumaban demasiado.

Atravesó varias cuadras, luego cruzó la plaza y siguió su camino sin pausa pero sin prisa. Conocía demasiado bien el pueblo, como la palma de su mano. No se detuvo a mirar los cambios que se habían producido en el lugar desde que ella abandonó el hogar de sus padres, no quiso darle la oportunidad a los recuerdos de derribarla. Tomó por la Calle de la Hilandera y entre las casas desvencijadas encontró la que buscaba. Las celosías estaban completamente cerradas, el césped había crecido sin cuidado hasta convertirse en hierba indomable, la tierra abundaba en cada rincón de la galería principal. Aún así, ella tocó el timbre convencida de que encontraría en ese sitio a quien buscaba. Escuchó el tintineo del sonido en el interior de la casa y se preguntó si él podría estar durmiendo. Solo se escuchaba el chic chic de la lluvia golpeando en la tela de su paraguas. Volvió a llamar.

A la tercera vez, decidió entrar y tocar la puerta. Atravesó la verja, cruzó el jardín principal y golpeó con fuerza en la puerta de madera. Nada. Otra vez. De vuelta el silencio.

–¡Snape! –gritó acompañando los golpes en la madera–. ¡Snape!

–Hola, buen día –ella se volteó rápidamente al escuchar una voz detrás suyo. Vio a una mujer de unos cincuenta años, canosa, con el cabello recogido y una expresión de asombro ante el hecho de que hubiera visitas en aquella casa. La señora vestía un pantalón negro y un buzo de gimnasia. Pese al asombro, se la veía tranquila y observaba a la recién llegada con las manos en los bolsillos del canguro–. No lo va a encontrar. En esta época, está trabajando.

–¿Y a qué hora regresa?

–No, él trabaja en un internado escolar. Regresa recién al finalizar el curso... Seguramente a principios de junio lo encontrará. Para Navidad nunca viene –afirmó la mujer con rotundidad.

–¡Junio! ¡Junio! ¡Estamos en noviembre! –bramó enfurecida.

La mujer se encogió de hombros y siguió caminando por la vereda como si el encuentro con ella no se hubiera producido. Mientras tanto, la visitante, frustrada, maldijo y tomó un papel y una lapicera de su cartera.


Necesito hablar contigo urgentemente.

Petunia Evans.


Sí, era mejor firmar con su apellido de soltera, para que supiera quién era. Tal vez, si le decía Dursley, no la reconocía.

Otra vez a paso lento, regresó a la estación de trenes. Se sentó a esperar, observando la máquina inmóvil. Recién una hora más tarde, la locomotora se puso en marcha y ella regresó a Surrey. Pasó a recoger los niños por casa de la señora Figg y luego volvió a su casa.

A la semana siguiente, no había recibido ninguna respuesta a la nota que había dejado bajo la puerta de la casa de Snape. Así que envió una por correo. Sabía que, aunque lo hiciera del modo tradicional, le llegaría. Se preguntó cuánto tardaría, porque no tenía respuesta una semana después. Volvió a insistir. Varias veces. Muchas. Demasiadas, incluso. Sin embargo, no había ningún resultado. Pero ella no iba a darse por vencida.

La respuesta a su carta llegó cuando ya había comenzado diciembre. Una mañana, Petunia Dursley estaba terminando de limpiar la casa cuando oyó que llamaban al timbre. Fue a atender y se encontró cara a cara con Severus Snape.

–¿Qué quieres? –espetó con el habitual desprecio que sentía por él. El hecho de haber atravesado medio país en tren para ir a buscarlo no se debía ni remotamente a que sus sentimientos por el hombre al que conocía desde niña hubieran cambiado en lo más mínimo.

–Tú dime, eres la que me está enviando suficientes cartas como para empapelar todo Hogwarts –respondió Snape con absoluta calma. La curiosidad lo había ganado y le había hecho acudir a su llamado pese a que no tenía demasiadas intenciones de hablar con la mujer.

–Pasa, necesito tu ayuda –le dijo ella de mal talante, mientras con un gesto lo invitaba a entrar al living. El hombre accedió y miró a su alrededor. Su vista se posó un momento en los dos bebés que jugaban en un corralito lleno de juguetes.

–¿Y por qué habría de ayudarte? –inquirió malhumorado. Comenzaba a arrepentirse de haber ido hasta allí.

–Porque ella era tu amiga –contestó como si fuera lo más obvio del mundo.

–¿De quién estás hablando? 

–De Lily.

–No era... hacía años que no...

–Me importa un cuerno, Snape –interrumpió Petunia de mal humor–. Necesito que me ayudes porque tú puedes hacer magia y yo no. Tienes que traerla de regreso.

–¡¿Qué?! Tú has perdido la cabeza ¿Te estás escuchando acaso? Me estás pidiendo algo imposible, incluso para la magia. No hay manera de revivir a un muerto, Petunia.

–Entonces haz otra cosa, pero que no se muera.

–No puedo tampoco cambiar el pasado.

–¡Encuentra la forma! –ordenó ella casi a los gritos.

–No existe la forma, estúpida. Si existiera, lo hubiera hecho. Pero no hay manera –murmuró Snape apesadumbrado y salió de la casa dejando a Petunia sola y abrumada.

La alianza impensada para cambiar el pasadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora