Capítulo 41

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Todo no fue suficiente

Todo no fue suficiente

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Luci

Nada.

Otro disparo fallido.

Dejo caer la mano temblorosa que sostiene el revólver y este cae al suelo en un ruido seco.

Mis labios permanecen separados, la respiración entrecortada y mis ojos clavados en el piso de madera, abiertos como platos tras el shock. Aún así no desprendo ni una sola lágrima y me niego a mirar al hombre frente a mí por miedo a lo que pueda encontrar en sus orbes.

El silencio ensordecedor es interrumpido por la carcajada de la asiática a mi lado que va en aumento hasta que se torna estridente e histérica. Una mano en su estómago y su cuerpo se sacude realmente divertida.

Da unos pasos atrás hasta que logra sostenerse de la mesa y controlar poco a poco el ataque de risa.

La observo de soslayo, sin fuerzas para hacer otra cosa que no sea lamentarme en silencio por mi inminente muerte, ya que no pienso volver a levantar esa arma.

—Iba a dar la vida por ti. ¡Por ti! —exclama entre risas y sé que le habla a Theo—. ¡Y tu cara, por Dios! Nunca te había visto tan desesperado —Su celebración va en picada hasta que adquiere una expresión pensativa—. Nunca te había visto desesperado.

—Ya basta —exige él de la nada con voz firme, y yo aprieto mis labios en una fina línea—. Acepto tu propuesta.

Sus palabras me golpean y alzo la cabeza para mirarlo, incrédula y totalmente desubicada.

No puede hablar en serio. No puede aceptar esa locura.

—No —Intervengo buscando que se retracte, pero ni siquiera me mira—. Theo no puedes...

—Haz silencio —demanda con su vista fija en la pelinegra que lo mira con una mezcla entre lo maravillada y recelosa—. Ya hiciste suficiente.

Aprieto fuertemente la tela del vestido en mi regazo pestañeando varias veces para dispersar las lágrimas y el cúmulo de sentimientos que se me vienen encima con su trato distante.

—Desátame y firmaré el maldito papel —Le habla—. Incluso iré ante un juez para hacerlo legal si así lo deseas, lo único que te pido... —Calla un momento y aprieta sus labios inhalando sonoramente—, es que la dejes ir. Deja que se marche, ella no tiene nada que hacer aquí, es solo mi entretenimiento personal.

Clava sus fríos verdes sobre mí al decir estás últimas palabras y aprieto mi mandíbula, de hecho, cada músculo de mi cuerpo está completamente rígido. Por más que intento pensar que lo que dice no es cierto, la seguridad en su voz y su expresión ilegible, acompañado del eco de nuestra última conversación en el hospital, hacen que sea difícil mantener una postura inexpresiva y al final termino sintiéndome como si me arrojasen a un lago congelado.

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