Capítulo 16

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Pérdida de la inocencia

Pasado
Narrador omnisciente.


Valle de Shirakawa-go, Japón

La pequeña y remota aldea japonesa se extendía a lo largo y ancho en el Valle de Shirakawa-go, justo en la base de las montañas que se alzaban majestuosas, ajenas a la vida que se desarrollaba entre los habitantes que parecían haber sido congelados en el tiempo, viviendo en tradicionales casas de madera con empinados techos de guano, diseñados para resistir las grandes cantidades de nieve que caía durante el invierno.

Era un día como cualquier otro, el sol permanecía brillante en lo alto del cielo, y a pesar de la humedad provocada por el caluroso mes de agosto, una suave brisa recorría la sudorosa piel de los aldeanos, agitando las copas de los árboles, colándose entre las hojas de los verdes prados y flores silvestres, yendo más allá, a través de los metros y metros de siembras de arroz, hasta llegar a la casa más alejada de la aldea.

Kimiko, una mujer de unos 50 años de edad, tal vez más, respiró profundo disfrutando del viento fresco con olor a lluvia que golpeó sus mejillas a través de la ventana abierta. Inhaló la eterna paz que siempre se respiraba en la aldea, pero había algo que se removía nervioso en su interior, una mala sensación que ascendía por su columna vertebral y se alojaba en su pecho.

No sabía si era por las nubes grises que se acercaban a lo lejos con la promesa de una tormenta abrasadora, o porque sabía que cada día que pasaba, era un día menos con él. Podían llegar en cualquier momento y arrebatarlo de sus manos, su pequeño.

<<Sabías que este día llegaría. Es algo inevitable.>> se dijo a sí misma mientras dejaba escapar un suspiro que lejos de traerle paz, solo hizo que le doliese más el pecho.

El ruido de la cuchara de madera contra el cuenco de sopa la sacó de sus cavilaciones y automáticamente se giró, recostándose a la pequeña encimera de la cocina, y allí, con una mirada de ternura reflejada en sus ojos rasgados, observó al pequeño niño sentado a la mesa, que terminaba apresuradamente su comida empinándose lo que quedaba de su sopa de arroz.

El niño colocó con decisión el cuenco de madera, ahora vacío, sobre la mesa, se relamió los labios y se limpió las comisuras de su boca con el dorso de su mano, satisfecho con el pequeño banquete que acababa de devorar.

— He terminado. — anunció con esa vocecita aguda suya, que tanto había calado en el corazón de Kimiko.

Bien sabía que no debió permitir que algo así pasase, esa era una de las reglas. Incluso había tenido a otros niños antes bajo su cuidado, y ninguno había calado tan profundo como lo había hecho este.

No sabía si había sido sus rebeldes rizos medianamente claros, o los ávidos ojos verdes que siempre la miraban con travesura a través de sus espesas pestañas, o esa forma curiosa que había tenido desde el principio preguntándole nuevas palabras japonesas para poder comunicarse con los demás niños de la aldea. Pero sin dudas lo que más le había penetrado era la fortaleza que tenía para sobreponerse a los golpes de la vida.

Había llegado a ella con solo 3 años, cuando apenas acababa de perder a sus padres. Y aunque al principio lloraba, nunca se mostró reacio hacia ella, a diferencia de otros niños.

— ¿A dónde crees que vas? — lo interrumpió Kimiko con un deje divertido en su voz, al ver que se levantaba de la silla y se dirigía en dirección a la puerta.

— Tengo un juego de Karuta que ganar. — señaló el niño en dirección a la puerta haciendo un leve mohin.

— ¿Tan seguro estás de que lo ganarás? — preguntó Kimiko al tiempo que hacía un esfuerzo por no reír ante la actitud del pequeño.

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