Capítulo XI.

1.7K 245 94
                                    

La noche llegó al fin, cubriendo el cielo con una manta oscura decorada con estrellas brillantes.

Las calles eran iluminadas solamente por el pequeño sol de las llamas de las antorchas. Solían colocarse en las puertas de entrada y, además de alumbrar a los transeúntes nocturnos, se pensaba que traía buen augurio a la familia hospedante de la casa. Era una simple superstición que, con el pasar de los días, meses y años, caló en la forma de vivir de todos los habitantes del imperio, convirtiéndose en una tradición.

El buhar de un ave se escuchaba en la ciudad más, a parte de él, el sonido de la música también. El retumbar de los tambores, los agudos de las flautas y el chocar de las panderetas alegraban el ambiente fiestero a las afueras de la población.

La lejanía no era mucha pero bastaba para no molestar a ningún buen ciudadano madrugador. La mayoría de esas personas debían levantarse al alba para abrir sus talleres o ir a trabajar al campo. Muy diferente a como despertarían los asistentes a la fiesta: con dolor de cabeza por el alcohol ingerido; quemazón de garganta por reír, cantar y gritar; y agujetas en las piernas de bailar, entre otros factores.

Eran tantos que se podría tardar una eternidad en enumerarlos y describirlos.

Dentro de la casa, se respiraba un aire divertido, cálido y sensacional. Todos estaban felices de cómo se iba desarrollando la noche.

¿Cómo quejarse si tenían todo lo necesario? Vino, música, espectáculos de baile, mujeres bellas... Era el paraíso en la tierra y, así, lo consideraban la totalidad de los aristócratas.

Bueno..., al menos..., casi la totalidad pues, el que debería estar más contento, en realidad no lo estaba nada.

Su espíritu animado y sociable se había recluido a meditar en las profundidades de su alma, permitiendo la salida de su parte pensativa y frustrada.

Si le preguntaran qué le pasaba, no podría responder. Ni él mismo conocía la causa de su estado, no obstante, sabía bien en lo que pensaba: ...

... Yibo.

Tenía un nudo en el estómago el cual dolía, impidiéndole tomar absolutamente nada, ni comida, ni bebida. Todo lo que le ponían por delante, allí se quedaba, estancada, ingerida por cualquier otra persona.

La borrachera general provocaba el desentendimiento de los presentes sobre sus pocos ánimos. Algunos comerciantes o personas de importancia se acercaban a su sitio y se marchaban sin notar su desgana, absortos en su propio mundo de licor y cante.

Zhan intentaba centrarse en otro asunto de su alrededor, como por ejemplo las bailarinas en medio de la sala danzando, las conversaciones llevadas a cabo en los patios, o los criados yendo de acá para allá. En verdad, en cualquier cosa que no le permitiera recordar su mirada desafiante y oscura, sus brazos rodeándole para no caer por las escaleras o su aliento golpeando su rostro.

Queriendo olvidarlo y despejar su cabeza, al final llegó al mismo punto, es decir, al joven castaño quien causaba sus confusiones. La bella apariencia del extranjero lo sacaba de esa fiesta y le dirigía hacía unos recuerdos que le estresaban.

¿De qué manera podía parar de darle vueltas a ese día?

El azabache bufó deslizando su espalda por el respaldar de la silla. Estaba aburrido, inquieto y confundido, sobre todo esto último.

Continuó observando su casa desde el salón, viendo como la hija del gobernador lo miraba coquetamente desde la lejanía. Ella formaba parte de un grupo de seis personas reunidas en círculo y, seguramente, hablando de algún tema que a la chica no le interesaba.

𝑇𝑈 𝐸𝑆𝐶𝐿𝐴𝑉𝑂 | (Yizhan/Zhanyi) | TerminadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora