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Aquella noche el mar gritó

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Aquella noche el mar gritó.

Eso no era especialmente raro. Los sonidos provenientes del mar congelado al extremo sur de Andaluvan Mael eran cosa del día a día para un elfo viviendo en esa zona, y la mayoría de la gente en las ciudades cercanas estaban más que acostumbrados.

Sin embargo habían veces en que el viento era tan fuerte que el estruendo del hielo rompiéndose llegaban hasta las costas convertidos en gritos aterradores, cual bestias moribundas.

—Mala noche, ¿eh?

Juden dio un salto cuando escuchó la voz de su compañero tras él, casi dejando caer la lanza ornamental en sus manos.

Le vio aparecer tras un pilar, con su uniforme verde y marrón desaliñado, las botas sucias y una botella de licor en la mano libre. Juden se contuvo de hacer un gesto con las cejas, aquel hombre era su superior y no quería tener problemas con nadie siendo que apenas era su primer mes en aquel trabajo.

Aunque no por eso le gustaba soportar aquella falta de disciplina. Se suponía que era un guardia del templo central del sagrado Itier, estaba en una posición privilegiada y debería dar las gracias y mostrar su devoción. ¿Es que no le daba vergüenza?

—No me quejo —Juden se encogió de hombros, llevando la vista a lo alto, a la eterna oscuridad del cielo nocturno con tal de aplacar su mal humor—. Seguro es peor para los guardianes en Eomiliath.

—Buen punto —el otro se frota las manos—. Pero sigue siendo un fastidio, especialmente con este frío.

—Casi parece un mal presagio... —murmuró Juden cuando un nuevo quejido fantasmal estremeció el aire.

—Ah, cierto, vienes del norte —rió de costado—. Ya te acostumbrarás.

Juden apretó los dientes y los puños pero logró mantener su expresión bajo control. Sí, era jóven, había superado su ritual de adultes hace menos de un año y venía de los pueblos del norte más cercanos a la frontera del bosque negro, no necesitaba recordárselo ni tratarle como un mocoso ignorante cada vez que no entendía algo.

Había creído que los elfos de la capital eran elitistas pero los de las ciudades periféricas tampoco eran mejores.

Aún con todo el muchacho se obligó a enderezar la espalda. Con un manotón echó hacia atrás su cabello blanco, arregló los pliegues arrugados de su uniforme y echó un vistazo a la gran puerta a su espalda.

Ambos estaban ahí para vigilar el lugar cuando el Etrena Dershe, uno de los siete sumos sacerdotes del territorio, estaba dentro meditando y entregando importantes mensajes al dios Itier. Debían escoltarle de regreso al templo cuando acabara, pero llevaba allí más de tres horas y parecía que no acabaría pronto.

De no ser porque estaba prohibido que simples guardias como ellos entrasen a un sitio sagrado hace bastante que habría entrado a ver si estaba bien.

Entonces ambos escucharon un gruñido cercano.

La Balanza de Itier | El Legado Grant IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora